(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Un amigo tiene un hijo “en el espectro”, que es como se llama a la variedad de formas del autismo. Al niño, de 10 años, le cuesta comunicarse con los demás más allá de lo literal: no comprende bien las ironías, los dobles sentidos ni las jergas. A veces se angustia ante ciertos sonidos, o por el tacto de determinadas superficies, que no consigue soportar. Sin embargo, tiene una creatividad extraordinaria: aprendió a leer a los 4 años, dibuja historietas y posee un oído musical absoluto.

Cuando hablamos de él, a veces se me escapa referirme a su “enfermedad”. Entonces, mi amigo me corrige:

–El autismo no es una enfermedad. Es una condición.

Hasta ahora, yo le seguía la corriente, aunque en mi fuero interior, consideraba a ese matiz uno de esos extremos un tanto exóticos de la corrección política. Como evitar llamar a alguien “negro”, asumiendo tácitamente que eso es un insulto pero “blanco” no, lo que sí es señal de racismo. O prolongar sin cesar las letras del colectivo LGTBIQ, hasta que haga falta recitar el abecedario entero para referirse a los no heterosexuales. Pero, en fin, es importante respetar la sensibilidad de las personas. Y si mi amigo se sentía más cómodo llamando “condición” a lo que me parecía un trastorno, yo no tenía por qué ponerme a discutirle la nomenclatura.

Me ha sacado de mi error la extraordinaria serie “Atypical” de Netflix, que precisamente narra las desventuras de un adolescente con autismo –Sam– tratando de lidiar con el primer amor. El deseo sexual es un reto especial para alguien con problemas de comunicación. La atracción se basa precisamente en lo impredecible: pequeños gestos que solo tienen sentido para un destinatario. Coincidencias –o discrepancias– que interesan al otro sin razón aparente. Y enciclopedias enteras de lenguaje no verbal. De hecho, el amor es precisamente lo que pasa mientras hablamos de otra cosa. ¿Cómo asimilarlo si tenemos dificultades para improvisar o descifrar códigos nuevos? ¿De qué modo compartir la intimidad si te cuesta incluso entender los chistes?

Para mi sorpresa, la respuesta es: igual que el resto del mundo.
Los obstáculos que enfrenta Sam no son diferentes de los que hemos enfrentado todos en la adolescencia: ¿Cómo sabré si le gusto? ¿Qué ropa debería ponerme? ¿Cómo hacer el amor sin meter la pata? Y una vez que superamos todas esas etapas… ¿Por qué esta persona se mete tanto en mi vida? Sus reacciones son singulares, claro, pero todas lo son. Cada amor es único y construye su propio lenguaje.

Los conflictos de los padres de Sam tampoco son tan distintos de los de mi esposa y los míos. Ella tiende a ser más protectora. A mí me costó más adecuarme a la vida de pareja cuando llegaron los hijos. Incluso hay una escena en que el padre de Sam se queja de la cantidad de almohadas que su mujer coloca en la cama marital, lo que parecía un guiño personal a nosotros (he ahí un reto para la genética: aislar –y por favor destruir– el maldito cromosoma de las almohadas).

Al igual que la raza o la orientación sexual, el autismo viene determinado por nuestra composición física. Y al igual que esas otras minorías, las personas con autismo sufren discriminación por ser diferentes. Pero ser diferente no es una enfermedad. Es algo que todos somos en mayor o menor medida.

Asumir el autismo como una condición implica comprender que todos tenemos derecho a ser felices a nuestra manera. Explicarlo es lo más importante que puede hacer una serie de televisión, o cualquier otra obra de arte.