Bodas de plata, por Renato Cisneros
Bodas de plata, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

El 5 de abril de hace 25 años se inició la última dictadura cívico-militar en el Perú con la abrupta disolución del Congreso. A partir de ese momento el control absoluto de todos los poderes del Estado quedó en manos de la dupla formada por Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, cuya cara más perversa no tardaría en revelarse. El país no sabía entonces que estaba entrando en un largo paréntesis autoritario que incluso ahora, un cuarto de siglo más tarde, a pesar de llevar casi dos décadas viviendo en democracia, da la sensación de no haberse cerrado del todo.

Este 2017, que viene siendo tan difícil, tan cuesta arriba, parece que el fujimorismo no quisiera dejar pasar la oportunidad de conmemorar tan siniestra efeméride. Es lo único que puede pensarse después de oír la defensa pública de su proyecto de ley sobre medios de comunicación. Dicho documento propone lo siguiente: que aquellas personas que hayan sido sentenciadas por corrupción o estén siquiera comprendidas en una investigación por ese delito queden inhabilitadas para ser directores periodísticos, editores, productores, así como presidentes o miembros de un directorio, accionistas, gerentes generales o apoderados. Con lo sencillo que es iniciar un proceso contra alguien en la Fiscalía –muchas veces sin pruebas sólidas–, remover de su trabajo a gente vinculada a los medios podría volverse una práctica abusiva y cotidiana. Si algo necesitan los medios privados es regulación interna, no intromisión estatal. Si alguien tiene el poder de sancionarlos es el público, no los congresistas.

El interés del fujimorismo por vigilar los contenidos mediáticos es tan antiguo como su propia biografía política, solo que sus procedimientos han ido variando. Si en el pasado se corrompía directamente a mandamases de las comunicaciones con cerros de dólares para que pusieran sus líneas editoriales al servicio del régimen, hoy, lejos de Palacio, ante la imposibilidad de dictar titulares o sobornar empresas periodísticas, lo que se intenta es desestabilizarlas.

Hace un año exactamente, durante un debate promovido por el JNE, Keiko Fujimori prometió “nunca más un 5 de abril”, consciente de todas las oscuras reminiscencias que esa fecha despierta en la memoria colectiva (entre ellas, la imagen de soldados ocupando salas de redacción). Sin embargo, con este nuevo amago de manipular la libertad de expresión tal promesa queda desenmascarada como oportuno truco retórico. Como quizá también sea montaje la publicitada división que hoy tiene en Kenji a un alfil solitario demasiado correcto para no ser sospechoso.

En su análisis de control de daños tras la última derrota electoral –la segunda de Keiko–, es altamente probable que los dirigentes fujimoristas hayan concluido que perdieron la elección por culpa de la prensa, olvidando o, peor, minimizando sus propios deslices internos (ahí están los ilustrativos casos de Joaquín Ramírez, investigado por lavado de activos siendo secretario general; y de José Chlimper, envuelto en la grosera adulteración de un audio en un tramo clave de la campaña). Así, pues, si el ala más radical del partido naranja ubica a un sector mayoritario de la prensa como la gran culpable de su fracaso –rehuyéndole a la autocrítica, como toda la vida–, no es extraño que ahora pretenda sabotearla. Para ello vienen utilizando un mascarón de proa conformado por dos congresistas que son parte de esa otra mentira llamada ‘nuevo fujimorismo’.

Con este proyecto de ley, independientemente de su aprobación o archivamiento en el parlamento, el fujimorismo nos recuerda que su prepotencia sigue intacta, que su ADN no ha sufrido transfusiones y que este 5 de abril, aunque de la boca para afuera afirmen lo contrario, celebrarán el aniversario del golpe como sus auténticas bodas de plata. Después de todo, ese fue el día en que se casaron con la sombra que siempre los perseguirá.

Esta columna fue publicada el 1 de abril del 2017 de la revista Somos.