(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

En los años ochenta, Canal 2 transmitía los sábados por la noche cuentos de terror de Edgar Allan Poe, adaptados el cine por Roger Corman. Yo disfrutaba esas películas cuando salían mis padres, solo en la oscuridad, temblando si el escalofriante Vincent Price enloquecía bajo el maleficio de su gato negro, o traicionaba a su amigo para sepultarlo vivo en las húmedas profundidades de una alcantarilla. También me gustaban los capítulos sobrenaturales de “La hora macabra”. Claro que podía ver “La serie rosa” o “Cine pícaro”, aquellas entrañables ficciones eróticas que hoy resultan de una inocencia casi infantil. Pero yo era más de asustarme.

Como una droga, el pánico va perdiendo efecto conforme se abusa de él. El fin de la infancia se llevó consigo los miedos más imaginativos –a la oscuridad, a los asesinatos enmascarados, a los monstruos con cara de sapo– y el propio género de terror se fue agotando, asfixiado entre películas sobre mutilaciones en campamentos adolescentes y secuelas ad infinitum de “Pesadilla en Elm Street”. Sin embargo, de vez en cuando llega a la cartelera alguna nueva joya que me devuelve las dosis de espanto de los viejos tiempos. La última: “El legado del diablo” (Hereditary).

“El legado del diablo” se toma su tiempo para comenzar. En vez de pretender engancharnos con vulgares despliegues de efectos especiales o chorros de sangre, pone en escena el drama de una familia con antecedentes de enfermedad mental, enfrentando el luto por la muerte de la abuela. Las soberbias actuaciones de un Gabriel Byrne contenido y tenso, y de la australiana Toni Collette, que fabrica siniestras miniaturas sobre su pasado familiar, nos invitan a asomarnos al abismo de la locura y la pérdida. Y solo cuando ya nos hemos conmovido con el drama de estos personajes, con sus errores y sus culpas, se rebela la bestia que la trama lleva en sus entrañas. Pero entonces, ya es demasiado tarde para huir.

Las buenas películas de terror canalizan los miedos de sus sociedades. Las películas de invasiones extraterrestres de los años cincuenta encarnaban el miedo del imaginario popular a esa raza extraña y hostil que eran los comunistas durante la caza de brujas macartista. Las modernas películas de zombis, desde “28 días después” hasta “Guerra mundial Z”, convirtieron a los seres de ultratumba en infectados por un virus contagioso, precisamente en el momento en que la gripe aviar, la vaca loca y el ébola ponían los pelos de punta al mundo.

Del mismo modo, “El legado del diablo” mete el dedo en la llaga de nuestras herencias familiares, esa parte de nuestros padres y abuelos que permanece viva en nosotros, esa sección de nuestra identidad que no podemos controlar. Y para mayor verosimilitud, emplea con maestría la misma ambigüedad que Polanski ensayó en aquel clásico del horror llamado “El bebé de Rosemary”: ¿Asistimos a la historia desde unos ojos extraños y objetivos o desde la mirada de los protagonistas? Dicho de otra manera: ¿es que el diablo se está abalanzando sobre los personajes para poseerlos? ¿O es que ellos están sufriendo brotes esquizofrénicos? Esta última posibilidad da más miedo, porque podría pasarnos a nosotros.

Consumimos historias para añadir vida a nuestra vida, para experimentar emociones que nos niega el gris cotidiano. Y el miedo es nuestra emoción más primitiva y esencial, la más animal, junto con el deseo. “El legado del diablo” nos enfrenta por eso a nuestras zonas oscuras, a la parte que no queremos ver de nosotros mismos. Y, a la vez, nos recuerda el placer de sentarnos ante una pantalla para acelerar nuestras pulsaciones y echarnos a temblar.