(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Gran semana para las estrellas en la Liga de Campeones europea. Cristiano Ronaldo le metió dos goles a la Juventus, uno de ellos, una chalaca histórica. Y Leo Messi arrastró a toda la marca de la Roma mientras su Barcelona goleaba. Son los momentos en que los grandes valen lo que cobran.  

Esos momentos nos permiten olvidar esos días aciagos en que el sol no brilla. Lo cierto es que una larga sequía de Cristiano ha lisiado a un Real Madrid que tiene muy difícil la copa de la Liga española, porque no está preparado para sobrevivir a los altibajos de su héroe. Tampoco lo está la selección Argentina, que sin Messi recibió seis goles de España la semana pasada.  

Lo más triste del España-Argentina fue la imagen del propio Messi, que observaba el partido desde un palco por lesión, cuando se levantó de su asiento y se marchó antes del final, incapaz de seguir con la mirada a la banda de pollos sin cabeza que corría por la cancha. En otros tiempos, con la misma cara que puso Leo, los emperadores romanos les bajaban el pulgar a los gladiadores. 

Seguía sin jugar la ‘Pulga’ el sábado, cuando su Barcelona FC visitó a un Sevilla rabioso, que no pensaba tener cortesías con el líder del campeonato español. Solo que esta vez Messi se sentó en el banquillo, de donde no podía largarse a voluntad. De ahí se levantó cuando el Sevilla llevaba dos –que podrían haber sido seis– goles de ventaja. Y como un Rambo o un Rocky, obligado a abandonar su retiro para defender al mundo libre, saltó al campo de juego para la última media hora. Al terminar la batalla, el partido estaba empatado. Un gol y todo el cambio del Barça llevaban la firma del argentino. 

Messi y Cristiano no son jugadores: son generales. Sin ellos, la tropa se mueve por la cancha con la elegancia de un ejército de zombis. Las pelotas, malacostumbradas a terminar en la red sin esfuerzo, casi por error, chisporrotean por los laterales, preguntándose qué ha pasado con ellas, cuándo perdieron el toque, dónde quedaron los buenos tiempos. En consecuencia, los equipos se vuelven adictos a ellos. Sus ausencias producen un síndrome de abstinencia peor que el de la heroína. 

Aunque Perú podía haber sufrido los mismos síntomas jugando sin su caudillo Paolo Guerrero, los últimos dos amistosos contra Croacia e Islandia han resultado esperanzadores. Hemos podido contemplar a un equipo, no a una secta llorando por su gurú. Hemos asistido a un engranaje en el que cada pieza ocupa su lugar, o al menos lo intenta. Ninguno de nuestros jugadores resolverá el partido solo. Pero si Santamaría continúa bloqueando atrás, Yotún se multiplica por la cancha, Carrillo prueba a tirar a puerta, se incrementan las opciones de resolverlo juntos. Quizá la ausencia de Guerrero, que tanto nos aterrorizó, sirva, después de todo, para llegar al Mundial con un equipo más cohesionado. Por lo menos, se ha atenuado la dependencia. 

En la última Copa Mundial, cada equipo actuó como su estado en la política: los sudamericanos fueron caudillistas, y los europeos, piezas de un sistema. Brasil fue el equipo de Neymar y Kroos fue un jugador de Alemania. Los primeros quedaron librados a la inspiración del líder. Los segundos, al trabajo del equipo. Al final, ganaron los europeos.  

De cara a Rusia, nuestros equipos deben asumir que once son más que uno. Aunque ese uno sea el mejor del mundo. O especialmente si es el mejor del mundo. Porque es humano. Y un día, fallará.