Deportaciones, fugas y exilios forzados, por Carmen McEvoy
Deportaciones, fugas y exilios forzados, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

“Una nueva orden de extrañamiento ha venido a extinguir el último resto de esperanza que me quedaba de permanecer en mi patria, de esta patria a cuyo bienestar he consagrado, sin limitación, todos mis esfuerzos en las diferentes circunstancias de mi vida. Me veo, pues, fuertemente compelido a abandonarla y buscar en el extranjero una sombra, una acogida y los amargos auxilios de la hospitalidad ajena. Me veo forzado a aumentar la distancia que me separa de los tiernos objetos que en mi familia están ligados a mis más vehementes afecciones, cambiando su compañía por la de seres insensibles que aumentarán la angustia de mi destierro”.

Con estas emotivas palabras el general Domingo Nieto (1803-1844) apeló a la orden de deportación firmada por su rival Agustín Gamarra luego de que este lo derrotara política y militarmente en Portada de Guía (1838). En la etapa de las guerras civiles (1834-1844), el verdadero temor de los militares no era expirar en el campo de batalla sino ser sometidos al “extrañamiento”, es decir, al alejamiento de la patria por la cual lucharon en Junín y Ayacucho. Cabe recordar que nuestro primer presidente, José de la Mar (1778-1830), murió durante una injusta deportación impuesta por el mismo Gamarra.

El fallecimiento de La Mar en Costa Rica, a los 52 años de edad, se produjo por su mal estado de salud. Pero también debido a un clima adverso (que agudizó su enfermedad), un destierro inmerecido y la debacle de su “crédito militar”. La defensa de este concepto –que asociaba buen nombre, honor y valor– impulsó a que La Mar le escribiera al Congreso de la República. En efecto, días antes de morir, el angustiado mariscal se quejó de los atropellos contra la persona de un ex presidente del Perú. Reclamó, además, un juicio justo contra la infame acusación de ser un “reo de lesa patria” a pesar de haber liderado a las fuerzas peruanas que llevaron al triunfo en la Pampa de Quinua.

La historia del Perú está plagada de injustos y dolorosos exilios. Pienso, por ejemplo, en el caso de Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, quien fue forzado a dejar su natal Arequipa y viajar a Europa donde falleció. Fue en el Viejo Continente donde escribió su “Carta a los españoles americanos”. “El Nuevo Mundo es nuestra patria y su historia es la nuestra” es una temprana declaración de independencia cultural pero también el intento de un exilado peruano por reafirmar su identidad y el amor por la patria ausente.

Para el liberteño César Vallejo, quien según la leyenda tenía la maleta hecha esperando el momento del retorno, la patria era el Huamachuco de su infancia. Ciro Alegría, deportado durante el gobierno de Óscar R. Benavides, se llevó al Ande en un recodo de su corazón y le rindió homenaje en “El mundo es ancho y ajeno”. Desde Chile, el autor de “La serpiente de oro” y “Los perros hambrientos” universalizó a los pobladores de Rumi y a su alcalde Rosendo Maqui.

Así como existen en nuestra historia despedidas desgarradoras y exilios marcados por la pobreza, la enfermedad y la nostalgia, también hemos experimentado partidas plagadas de cobardía y deshonor. Como la de ese general que abandonó la nave del Estado en plena Guerra del Pacífico, argumentando la compra de un armamento que nunca llegó. La del presidente que luego de patrullar las calles de Lima buscando a su cómplice decidió renunciar por fax; abrazando ipso facto una nacionalidad que no era la peruana. Y, más recientemente, el viaje de un farsante profesional que ahora le exige a la fiscalía “datos duros” sobre la acusación de robo que pende en su contra. Pese a que él mismo se encargó de dejar un reguero de evidencia. Por ejemplo, esa deslumbrante mansión que nadie, con el sueldo de un ex presidente, podría jamás adquirir.

La despedida más notable por su desprendimiento y entrega, de la que se tiene memoria, es la del almirante Miguel Grau. Sin embargo, el heroísmo del insigne piurano, quien nos representó con honor y dignidad en la hora más aciaga, fue la respuesta de una ciudadanía activa pero abandonada a su suerte.

El sacrificio personal de Grau no fue suficiente ante la ausencia de un Estado que defendiera eficientemente la integridad nacional. Es por este divorcio estructural, entre Estado y ciudadanía, que me sorprendió ver al presidente Pedro Pablo Kuczynski asumiendo la lucha anticorrupción con la imagen de Grau al costado. Espero que ese compromiso fundamental, con un héroe de testigo, inaugure una nueva era de amor y respeto por el Perú. Porque solo se cuida y protege lo que se ama y desde hace un buen tiempo cunde en estas tierras la ambición desmedida y el cinismo en grado extremo. Es imprescindible revertir esa tendencia tan destructiva para una república que fue fundada con esperanza, ilusión y afecto incondicional.