Kazuo Ishiguro
Kazuo Ishiguro
Santiago Roncagliolo

Como todo el mundo sabe, la entrega del pasado a Bob Dylan fue un desatino mayúsculo, un infame ejercicio de arribismo por parte de unos jurados a los que el premiado despreciaba. El espectáculo de la todopoderosa academia suplicando a Dylan que los visitase, que les regalase un discursito, o que al menos pasase a recoger su plata, solo puede explicarse por el afán de los académicos en conseguir un autógrafo de la estrella.

Tras las constantes humillaciones infligidas por el galardonado a sus distinguidos admiradores de Estocolmo, podría parecer que, este año, premiar al escritor inglés de origen nipón representaba un regreso a la calma, un intento de volver al cómodo territorio de lo rutinario, donde los premiados dan las gracias y se ponen un frac para ver al rey de Suecia, como manda la tradición.

Sin embargo, Ishiguro, aunque más agradecido que su predecesor, sí se parece en algo, no solo a Dylan, sino a la anterior premiada, Svetlana Aleksiévich, que era periodista: todos escriben cultura popular.

La mayor parte de los llamados grandes escritores desarrollan una voz característica y regresan siempre a los mismos recursos narrativos, las mismas obsesiones, esas que Vargas Llosa llama “demonios”, y que delimitan una zona de confort blindada, asegurada a todo riesgo. Ishiguro hace algo más atrevido, menos frecuente en escritores que en artistas como David Bowie o Soda Stereo: cada trabajo suyo parece de un autor diferente, incluso enemigo del que firmó el anterior. Significativamente, de joven, él mismo quería ser un compositor pop.

Ishiguro no encaja en la historia de este premio, que se ha entregado con frecuencia a escritores vanguardistas y luchadores sociales. Ni siquiera representa la actualidad literaria. En los últimos años, autores como Karl Ove Knausgard o, en español, Milena Busquets, han marcado el canon internacional con la impronta de lo real, lo íntimo y lo personal. Sus novelas se sienten como confesiones de seres de carne y hueso que cuentan al lector cada detalle de sus vidas. De Ishiguro, en cambio, no podemos decir ni una palabra después de leerlo.

¿A quién se parece este escritor en la vida real? ¿Al inexpresivo mayordomo de “Lo que queda del día”? ¿A los chicos del misterioso internado de “Nunca me abandones”? ¿O a los ancianos de “El gigante enterrado”? ¿Ha vivido en el pasado de sus novelas japonesas, como “Un artista del mundo flotante”? ¿O en el presente de “Nocturnos”? ¿En la China de “Cuando fuimos huérfanos” o en la Europa Central de “Los inconsolables”? ¿Cómo saberlo?

Y sobre todo, ¿a quién le importa?

La literatura de Kazuo Ishiguro, como el cine de Hollywood o la música ligera, nos invita a olvidarnos de nosotros mismos, viajar a otros universos, y así explorar nuestro interior, no mediante la documentación o la denuncia, sino a través de la fantasía.

Como cúspide de su transgresión, este Nobel reivindica lo que hasta hace poco era el anticristo de la alta cultura: los géneros literarios. Sus novelas beben del policial, de la ciencia ficción, de las leyendas medievales... Por supuesto, eso no significa que Ishiguro escriba historias banales repitiendo fórmulas. Su literatura transforma los clichés en arte. Solemos usar la literatura popular para evadirnos de la realidad con un relato imaginativo. Ishiguro, en cambio, muestra cómo la realidad misma es un producto de la imaginación.

Si la academia quería premiar a un autor pop, esta vez ha dado con el correcto. La otra buena noticia es que este sí irá a recoger su premio. Y hasta les regalará su discursito.