"Hostigar hasta expulsar a una artista honesta como ella, mientras se mima a corifeos mediocres para que difundan los eslóganes del régimen, tiene un efecto particularmente perverso". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
"Hostigar hasta expulsar a una artista honesta como ella, mientras se mima a corifeos mediocres para que difundan los eslóganes del régimen, tiene un efecto particularmente perverso". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Santiago Roncagliolo

Hace unos años participé en un encuentro de escritores latinoamericanos en Roma. La mayoría de los invitados residíamos en Europa, porque nuestro pasaje aéreo les salía más barato a los organizadores. Solo un país de nuestro continente corrió con los gastos de tres representantes, que cruzaron el Atlántico exclusivamente para el evento. Ese país era .

Mis colegas venezolanos me eran desconocidos. No los conocía, ni volví a escuchar sus nombres después. Pero nunca olvidaré sus intervenciones. Mientras los demás hablábamos de libros, los venezolanos dedicaron sus tres charlas a publicitar las políticas culturales de su gobierno, loándolas con esmero y deshaciéndose en elogios. La última noche, me topé con ellos en el lobby del hotel y los invité a unirse a una cena de despedida. Me respondieron:

–Gracias, pero justo esta noche no podemos. Nos toca rendir el informe.

–¿El qué?

–El informe. Vamos a la embajada y contamos todo lo que se ha dicho en el evento.

Comprendí que esos no eran escritores: eran aduladores e informantes del régimen.

En cambio, sí es una artista de verdad la cineasta venezolana Mariana Rondón, ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián en el 2013 por “Pelo malo”, a quien acabo de conocer en Lima. Aunque Mariana proviene de una familia chavista, no está dispuesta a mentir para ahorrarse problemas. Cuando ganó en San Sebastián, declaró ante la prensa española que Hugo Chávez había sentenciado a su país a la polarización y la guerra.

Sus palabras, según vemos hoy en las noticias, resultaron tristemente proféticas. Sin embargo, en ese momento, la reacción en su contra fue implacable. Las redes sociales chavistas la acusaron de traidora, fascista, malagradecida y loca. Después, mensajes anónimos comenzaron a amenazarla de muerte. Al final, tuvo que marcharse del país, por su seguridad.

Mariana es solo una de los miles de venezolanos que han emigrado al Perú. Se los ve por todas partes: atendiendo en cafeterías, trabajando en despachos o conduciendo taxis, huyendo de la precariedad y la violencia.

También España recibe exiliados de Maduro. Hace un par de meses, un médico caraqueño, veterano emigrante, me contó ahí que se estaba reencontrando con muchos compañeros de facultad, a los que llevaba sin ver casi dos décadas, porque no paraban de huir. La mayoría de ellos le narraba historias espeluznantes: uno había sufrido el secuestro de su esposa. A otro, le habían asaltado la casa dos veces seguidas.

El exilio más deprimente del que he tenido noticia es el de Bucaramanga, una ciudad colombiana cercana a la frontera que más de 370.000 venezolanos cruzaron el año pasado. En Bucaramanga, constantemente se producen protestas y peleas entre prostitutas, porque las recién llegadas, en su desesperación, cobran la tercera parte que las locales. No se puede competir contra el hambre.

Por suerte, el exilio de Mariana no resulta tan atroz como el de estas personas. Sin embargo, hostigar hasta expulsar a una artista honesta como ella, mientras se mima a corifeos mediocres para que difundan los eslóganes del régimen, tiene un efecto particularmente perverso.

Los contadores de historias forjan la memoria de un país. Conocemos el Holocausto por los libros de Imre Kertész, del Gulag por Solzhenitsyn, del terrorismo de Estado argentino por Rodolfo Walsh. Al quitarlos de en medio, o reemplazarlos por perritos falderos, las tiranías siempre han pretendido ocultar la realidad.

Siguiendo esa lógica, la primera exiliada del chavismo fue la verdad. Nicolás Maduro necesita mantenerla lejos para seguir negando su miseria, decepción y violencia. Pero en su ausencia, el dictador ya solo se engaña a sí mismo.