Formas de sobrevivir, por Renato Cisneros
Formas de sobrevivir, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Todas las mañanas mi esposa se levanta y va al hospital a curar enfermos. Yo me quedo en casa escribiendo. Ella administra medicamentos; yo, palabras, aunque más que administrarlas diría que peleo con ellas. Hay días en que puedo tardar una hora debatiendo la pertinencia de tal o cual adjetivo. Cuando concluyo esa operación –semántica y eufónica– no puedo dejar de pensar que, en ese mismo lapso, mi esposa quizá ha salvado una vida. Es decir que, mientras yo me sumerjo en deliberaciones lingüsticas de las que no salgo precisamente satisfecho, ella contribuye directamente a la supervivencia de la especie. Su triunfo es rotundo; mi derrota, también. A continuación podría deprimirme y pensar en conseguir un trabajo “en serio”, si no fuera por un viejo convencimiento: los libros son también una especie de droga curativa, y solo por eso su escritura es un acto en el que vale la pena persistir, y persistir supone fracasar y, a veces, el fracaso es una manera sigilosa de imponer una mirada sobre el mundo.

La otra tarde, por las Fiestas del Carmen, cerraron el paso vehicular en el barrio donde vivo y todos los bares y restaurantes sacaron sus mesas al asfalto. En una de ellas me encontré con mi vecino Andrés para tomar unas cervezas y hablar de Lima, de los amigos comunes que están allá, del libro que podríamos hacer juntos, de cómo el matrimonio le cambia la vida a uno y de cómo la paternidad le cambia la vida al matrimonio. De pronto, Nico, su hijo de dos años, abrió los ojos desde el coche y exigió un yogurt y no paró hasta conseguirlo. Su expresión de victoria fue idéntica a la que pondría su padre tres horas más tarde después de convencerme de tomar la última cerveza del día.

Veo los reportajes de la Marcha del Orgullo Gay de Madrid y enseguida me arrepiento de no haber asistido. “Eso es militancia”, pienso, al ver a la multitud en la pantalla. Luego, cuando acabo de leer la novela por la cual me quedé encerrado mientras la calle se teñía con los colores del arco iris, la culpa desaparece. Paris-Austerlitz –la última novela de Rafael Chirbes, quien tardó veinte años en escribirla– cuenta la historia de dos hombres que se amaron y viven las postrimerías de ese amor en un hospital, donde uno de ellos, infectado con el virus del sida, se está muriendo. En esas páginas —claramente iluminadas por Manuel Puig o Jaime Gil de Biedma— el lector ingresa a un mundo homosexual hecho de dilemas, pasiones clandestinas, silencios y frustraciones, pero a la vez de una vitalidad impactante. “El amor es un feliz engaño al que uno se somete de buena gana. Un fuego que se enciende porque sí y se extingue no se sabe por qué”- A veces leer, pensé al cerrar el libro, sirve más que marchar.

Después de las Fiestas del Carmen, en casa de Andrés, me quedo hojeando 2666, de Roberto Bolaño. Además de releer al escritor chileno, es clave escucharlo. Sus reflexiones sobre el jugarse la vida escribiendo son vitamínicas para quienes sienten que su apuesta por la literatura eventualmente tambalea.

En Internet puede encontrarse una conversación de fines de los 90, en Radio Terra, entre Bolaño y el anfi trión, el poeta Pedro Lemebel. La charla pronto se ve interrumpida por la presencia en cabina de una crítica, Raquel Olea, que en un punto debate con Bolaño sobre el concepto de las “literaturas nacionales”. La lucidez, pero sobre todo la pasión y elegancia con que el escritor despluma los postulados academicistas de Olea es sensacional.

Enrique Vila Matas dice que Bolaño adoraba tanto la polémica que, en una ocasión, “luego de que le hablé muy mal de Bush en una conversación sobre Norteamérica, él pasó a defender un aspecto de la administración Bush, no porque creyera que fuera positivo, sino solo para poder discutir conmigo y eventualmente convencerme”.

Esta columna fue publicada el 16 de Julio del 2016 en la revista Somos.