(Foto: Andina)
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Juan Carlos Tafur

Es saludable que el fujimorismo trate de representar políticamente al mundo emergente, pero es algo muy distinto coquetear con grupos económicos que por su propia naturaleza delictiva deben estar necesariamente fuera de la legalidad sin que el Estado busque incorporarlos, sino más bien desactivarlos.

La oposición de a que la Superintendencia de Banca y Seguros supervise la actividad de supuestas cooperativas –muchas de ellas asentadas en zonas de trasiego de drogas– no es la primera ocasión en que demuestran ese proceder limítrofe.

Ya antes lo han hecho con los mineros que destruyen ambientalmente la zona donde operan y que albergan escenarios de esclavitud laboral y trata de personas; ser muy complacientes con el ingreso de personas vinculadas al narcotráfico; defender universidades cascarón; empresas de transportistas millonarias, pero evasoras de la ley; etc.

Quizás –pensando bien– lo hacen en automático, por su afán de querer establecer vínculos políticos con el mundo económico y social de la informalidad, pero deberían recapacitar, porque en el camino se está poniendo al borde de la formalidad democrática emparentándose a “emprendedores” abiertamente delictivos.

Hay que saludar, en términos sociopolíticos, que el fujimorismo haya logrado arraigar en sectores populares. En sus orígenes y trayectoria es uno de los pocos movimientos de derecha popular ocurridos en el Perú, y su éxito electoral explica en gran medida el colapso de la izquierda peruana, su desapego de los pobres y que el país no haya marchado, a diferencia de países equivalentes de la región, hacia esquemas populistas.

Pero al estancarse en su evolución (debió haberlo hecho hacia cánones liberales, como algunos de sus integrantes, en círculo privado, señalan), hoy amenaza con acercarse a prácticas reaccionarias como las que en otras latitudes derivaron en el fascismo (también muy popular, por cierto) o, más acá, en esquemas como los del peronismo o el priismo.

Si Fuerza Popular sigue en ese proceso, derivará, en el mejor de los casos, en una suerte de mercantilismo de los pobres, un civilismo informal, reactivo a demandas de grupos empresariales emergentes que, igualmente que sus pares encopetados, a la postre son totalmente divergentes del modo en que debe funcionar una economía de mercado.

Si se tiene en cuenta, además, la enorme cantidad de proyectos legislativos presentados por congresistas naranjas, muy lejanos a la modernidad económica y social, solo queda albergar preocupación respecto de cómo sería un gobierno efectivo de Fuerza Popular.

Hay sectores empresariales y un cúmulo de líderes de opinión convencidos de que si Keiko Fujimori gana las elecciones, sobrevendrá un ciclo virtuoso de reformas liberales. El recuerdo de las reformas de los 90 alimenta esa ilusión. Pero un análisis objetivo de lo que en la práctica hace Fuerza Popular o lo que con sus actos pone de manifiesto debe albergar serio desvelo respecto de lo que, desde el poder, nos podría conducir al reinado insufrible de los peores vicios de nuestra República.

Si a todo ello se le suma el evidente giro del fujimorismo de Keiko hacia posturas éticas ultras o los ímpetus “mano dura” de muchos de sus voceros parlamentarios, crece el temor de que esté cuajando una derecha muy alejada de cauces modernos. La mezcla de mercantilismo económico, autoritarismo político y conservadurismo moral es una amenaza para el país.

La del estribo: buena parte de los libros, y por ende paisajes mentales y memoria de los limeños, provienen de esa gran librería que es El Virrey. Chachi Sanseviero está allí, porque la suya era una librería de autor. Y por eso la vamos a extrañar, siempre a recordar.