Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza
Gonzalo Portocarrero

En los pueblos awajún los individuos tienen el derecho a cambiar de nombre. Por ejemplo, si Jorge ya no quiere seguir siendo Jorge porque el apelativo no le gusta, o porque los recuerdos asociados a ese nombre le molestan, puede comenzar a decir que se llama Miguel y no responder cuando le dicen Jorge. Estos cambios pueden suceder varias veces en la vida. En todo caso, la sociedad le reconoce a Jorge el derecho a elegir y mudar el nombre que lo representa.

En las sociedades modernas esta libertad es mucho más problemática, ya que el cambio exige engorrosos trámites judiciales. Digamos que estamos condenados a ser llamados de una manera que no hemos elegido pero sobre la que somos convocados a desarrollar un orgullo en base a méritos que darán lustre a nuestro apellido y figura.

Todos tenemos –o deberíamos tener– un documento nacional de identidad en el que, junto a nuestro nombre, está nuestra foto, firma y dirección. El DNI tiene un número que lo particulariza y que implica el reconocimiento de nuestra existencia por parte del Estado. Es un documento fundamental pues es requerido para cualquier trámite.
A veces podemos sentirnos abrumados por un nombre, por todas las historias que esa nominación carga. Puede comprenderse entonces la sabiduría y ventaja de dejar atrás un apelativo que nos compromete, acaso demasiado, con un pasado que no deseamos repetir.

De otro lado, el término ‘identidad’ se usa, simultáneamente, para designar el conjunto de cualidades que definen a una colectividad. Entonces decimos, por ejemplo, que los afroperuanos llevan en la sangre la música, el canto y el baile. O que los andinos son muy laboriosos. O que la identidad nacional de los peruanos es muy incipiente, ya que la fragmentación de nuestra sociedad dificulta la solidaridad pues la ciudadanía, aunque sea compartida, dista de ser garantía de una acción colectiva concordada.

Durante mucho tiempo se pensó que era “natural” la existencia de jerarquías basadas en hechos físicos irrefutables, como el género y la etnicidad (así como el hombre manda a la mujer, a indígenas y negros les corresponde obedecer a blancos y criollos). Producir un repertorio vasto de identidades raciales fue el modo en que las autoridades coloniales conspiraron contra la creación y el enraizamiento de sentimientos de igualdad y solidaridad.

Hace casi 200 años, la emergente república descartó la pertinencia de las diferencias raciales. Pero el resultado fue más el silenciamiento de las diferencias que su eliminación. Además, estamos hablando de una época dominada por la idea de la superioridad blanco-occidental debido a la expectativa de una convergencia cultural en torno a la civilización europea.

En consecuencia, las categorizaciones étnico-raciales desaparecieron del mundo público aunque continuaron plenamente vigentes en lo privado-cotidiano. El último censo en que la población fue clasificada en términos étnico-raciales fue el de 1940. En el siguiente censo (1961) fue eliminada cualquier referencia a las “razas”. En la época, esta situación fue vivida como un avance democrático pues se suponía que nivelaba, al menos en el papel, a todos los peruanos hombres.

El renacimiento del interés por la etnicidad provino de la paulatina consolidación de un “orgullo indígena”, de un darse cuenta de que lo más original y distintivo del Perú es precisamente el legado histórico indígena que permanece y se seguirá proyectando en el futuro. En este sentido, es muy significativo que, en las últimas encuestas, mucha gente se identifique como indígena, pese a que no hable un idioma nativo.

Ha sido muy relevante el “nerviosismo” de muchos peruanos ante la pregunta por la identidad étnico-racial en el censo del domingo. El Estado no tendría por qué inmiscuirse en un terreno tan delicado. Tras este rechazo hay una inseguridad, una falta de transparencia. Hay gente que no quiere saber nada con sus antepasados indígenas pese a que sus características físicas digan todo lo contrario.

En todo caso, las identificaciones con colectividades que todos desarrollamos han dejado de ser las cárceles que fueron, pues uno puede escoger identificarse con lo indígena. El ideal de blanquearse no ha desaparecido pero sí ha perdido mucho de su imperiosidad. Las identidades, como realidades absolutas, tienden a desvanecerse en forma lenta pero segura en el Perú contemporáneo.