"¿Qué se puede negociar? Si se analiza seriamente, la respuesta es: muy poco, casi nada". (Foto: Lino Chipana/El Comercio)
"¿Qué se puede negociar? Si se analiza seriamente, la respuesta es: muy poco, casi nada". (Foto: Lino Chipana/El Comercio)
Fernando Rospigliosi

Muchos políticos, empresarios y analistas claman por un diálogo entre el gobierno y la oposición, específicamente entre el presidente (PPK) y . Esa sería la solución al ambiente de crispación y enfrentamientos sin fin que marcan la relación entre Ejecutivo y Congreso. En realidad, es muy improbable que esa conversación, de producirse, pueda resolver el problema.

Los que proponen el diálogo en realidad están sugiriendo una negociación, aunque en nuestra tradición ibérica y virreinal esa palabra suena feo.

El asunto es ¿qué se puede negociar? Si se analiza seriamente, la respuesta es: muy poco, casi nada. Por eso, un diálogo en las actuales circunstancias no conduce a ninguna parte, como ocurrió con los diálogos que entabló el gobierno anterior.

Si existieran grandes y manifiestas discrepancias entre el gobierno y la oposición en temas importantes, habría lugar para una negociación. Pero no hay nada de eso. ¿Cuál es la discrepancia sustancial del fujimorismo con la actual política económica y su alternativa? ¿Qué proponen en seguridad ciudadana? ¿Cuál es su programa de salud? ¿Qué hay que hacer en educación? ¿Cómo mejorar la industria y la agricultura? Y así hasta el infinito.

Lo que hace la oposición es criticar todas las fallas y errores –que los hay– que van apareciendo en la coyuntura. Ya sea el dengue en Piura, una marcha del Movadef o la baja tasa de crecimiento del PBI en un mes determinado.

No existen disputas cruciales sobre temas relevantes. Por ejemplo, en Estados Unidos los republicanos quieren disminuir los impuestos a los ricos y los demócratas aumentarlos, unos quieren deshacer el sistema de seguro de salud de Barack Obama y otros reforzarlo, unos quieren acabar con la política de distensión con Cuba y otros proseguirla.

Acá ni por asomo hay discusiones de esa naturaleza. La única política clara, consistente e identificable de la oposición es la de desgastar persistentemente al gobierno, golpearlo donde le duela y aprovechar al máximo cualquier error que cometa.

Por eso no tiene sentido desgañitarse pidiendo diálogo entre PPK y Keiko Fujimori con la esperanza de que de esa manera las tensiones vayan a disminuir y la paz se instale en los corazones de los políticos.

Por supuesto, no haría daño que el presidente y la lideresa de la oposición se reúnan y conversen. Y si es más de una vez, mejor. Pero eso no va a resolver ni atenuar el enfrentamiento. En otras palabras, las expectativas que tienen muchos sobre las posibilidades de un diálogo son totalmente infundadas. No hay temas que negociar, no hay bases sobre las que construir un entendimiento ahora.

El diálogo solo será, en estas circunstancias, una jugada para las tribunas, donde ambos tratarán de aparecer como apaciguadores, colaboradores y constructivos. Y al día siguiente volverán a lo mismo.

La oposición argumenta que ellos no obstruyen y ponen varios ejemplos: la aprobación del primer Gabinete, la delegación de facultades, el apoyo en la reconstrucción, etc. En realidad, han sido decisiones que no podían evitar a riesgo de un amplio descrédito, en momentos en que la aprobación del presidente no era muy baja. Pero conforme empeoran las cosas para el gobierno, el más mínimo desliz es sancionado desproporcionadamente, como la no confianza al ministro Alfredo Thorne.

La única manera en que la oposición se vería obligada a negociar seriamente con el gobierno es si este la sacudiera con una campaña política fuerte, destacando sus desaciertos –que no son pocos– y exhibiendo sistemáticamente las deficiencias de varios de sus líderes, propiciando una confrontación que amenace su fuente de poder, la mayoría que tiene en el Congreso.

O, en el otro extremo, indultando a Alberto Fujimori y realizando una amplia operación política que presente al gobierno como conciliador, ganando popularidad inmediata e imposibilitando –por lo menos temporalmente– la continuación de una política de agresión continuada del fujimorismo. Allí sí la negociación daría frutos, obligando a la oposición a comprometerse con algunos planes de conciliación.

Naturalmente, cualquier alternativa tiene sus riesgos. No hay nada seguro en el juego político, menos aun en un país sin instituciones ni bases sólidas como el Perú. Pero cualquiera de ellas es mejor que el camino al abismo por el que transitamos ahora.