Simplificación administrativa
Simplificación administrativa
Diego Macera

Inglaterra no siempre fue modelo de sociedad incorruptible. En los siglos XVII y XVIII, se la conocía en Europa como una nación de tramposos y contrabandistas. Sus sistemas de aduanas, de regulaciones, de permisos, de monopolios legales y de aranceles daban amplio espacio para la corrupción generalizada. Entrado ya el siglo XIX, la eliminación de las llamadas Leyes de los Cereales (Corn Laws) –que protegían a los terratenientes británicos de la competencia de productos agrícolas importados– y de otros varios controles estatales solucionaron buena parte del problema de corrupción. Después de todo, ¿cómo se puede ser un contrabandista cuando toda importación está permitida libre de arancel?, ¿cómo se puede ser un constructor, un comerciante o un abogado ilegal si ya no se necesitan permisos públicos para ejercer esas profesiones? La corrupción no murió asfixiándola con más regulaciones; murió cuando se dejó al resto de la sociedad respirar.

La experiencia peruana de las décadas de los 70 y 80 fue similar. La licencia para las importaciones, la propiedad pública de las empresas, el tipo de cambio diferenciado, el control de precios, la compleja tabla de aranceles y varios otros sinsentidos económicos fueron el campo de cultivo ideal para la trampa y el abuso del sistema. El desmontaje, a inicios de los 90, de la complejidad pública, de todo este andamiaje de permisos, papelitos y sellos, fue más efectivo en reducir la corrupción de entonces que cualquier contralor, fiscal o comisión de investigación del Congreso.

La simplificación administrativa como desinfectante público ciertamente no es receta efectiva para todos los casos de corrupción. Probablemente no hubiera impedido el avasallamiento de las instituciones de finales de los 90 ni las coimas en grandes proyectos de infraestructura que hoy se destapan. Pero no por eso deja de ser una herramienta elemental en contra de los que lucran al amparo del secretismo y la complejidad de los sistemas.

Pensemos, por ejemplo, en el marco legal de inversiones públicas. Procedimientos burocráticos cada vez más engorrosos –colocados para supuestamente evitar casos de corrupción– desincentivan a políticos locales y funcionarios honestos de embarcarse en proyectos de gran envergadura. Para los respetuosos de la ley, los riesgos son altos, el trabajo burocrático arduo, y el beneficio personal bajo. ¿Quiénes –más bien– sí tendrían los incentivos personales y la oportunidad para aprovechar la complejidad del sistema a su favor? Aquellos que por su gestión esperan sacar una buena tajada. Simplificar y digitalizar procesos es clave aquí. Como mencionó el ministro Bruno Giuffra en la última CADE, “a una computadora no la puedes coimear”.

No es solo la inversión pública. Espacios en los que por mucho regular se termina pervirtiendo o informalizando el sistema sobran en el Perú. La ley de gestión de intereses (llamada ley del lobby), los reglamentos de inspección sanitaria de alimentos, la regulación laboral, la Ley de Partidos Políticos, entre varias otras disposiciones, logran en muchos casos exactamente el objetivo opuesto al que se proponen. El nivel de control que exigen es tal que más fácil es salirse del sistema formal del todo. El resultado es abismalmente peor al que lograrían unas pocas disposiciones razonables y de cumplimiento fácil de fiscalizar.

Con el fin de maximizar la recaudación, a inicios de los 90 el Perú tenía 68 impuestos. Arbitrar entre ellos aprovechando los espacios para el abuso era práctica común. Con ese esquema, complejo y controlista, la recaudación como porcentaje del PBI tocó niveles absurdamente bajos del 8%. No había ni para pagar a los empleados públicos. Cuando una agresiva reforma los redujo a solo cuatro (IGV, Impuesto la Renta, aranceles, ISC), el sistema tributario se ordenó y empezó a recaudar de verdad. Después de todo, el único permiso, arancel o impuesto verdaderamente imposible de corromper es el que no existe.