(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alfredo Torres

La elocuencia del fiscal José Domingo Pérez en la prolongada audiencia que viene enfrentando para determinar su prisión preventiva ha llevado a pensar que la causa de la debacle política de esta es la corrupción. Es una conclusión apresurada. Existen muchos casos de políticos como Lula da Silva en Brasil o Cristina Fernández de Kirchner (CFK) en Argentina que siguen gozando de altos niveles de popularidad a pesar de graves acusaciones de corrupción. Recuérdese que Lula encabezaba la intención de voto en Brasil cuando fue condenado en segunda instancia y apresado por corrupción y lavado de dinero; y que CFK fue elegida senadora por la provincia de Buenos Aires con el 37% de los votos a pesar de las múltiples acusaciones de haber recibido millonarios sobornos durante su paso por la presidencia de su país.

A diferencia de Lula y CFK, la lideresa de no llegó al gobierno, así que no se pudo consumar el plan de Odebrecht que, según declaró oficialmente la empresa, era aportar a partidos y candidatos como una coima adelantada para asegurarse ventajas impropias e influenciarlos para obtener y retener negocios. Como en el Perú los aportes de campaña no declarados no son un delito, no es seguro que Keiko Fujimori sea finalmente condenada cuando su caso llegue a instancias superiores. El problema para ella es que deberá enfrentar ese tortuoso proceso luego de haber dilapidado el capital político que había construido con su alta votación del 2016.

Keiko cometió dos graves errores estratégicos luego de su derrota. Uno en el frente externo y otro en el interno. El primero fue no entender que la ciudadanía esperaba que colaborase con el presidente electo. Keiko se fue forjando una creciente animadversión hacia ella desde el momento en que no fue a felicitar a , pasando por la censura al ex ministro de Educación Jaime Saavedra y luego al Gabinete de Fernando Zavala, y las innumerables citaciones a ministros, hasta la aprobación de leyes con iniciativa de gasto y contra la prensa, y los groseros cambios al reglamento del Congreso, como ha recordado recientemente el ex ministro Carlos Basombrío (“”, en El Comercio).

Es verdad que esas actitudes no le restaban apoyo entre sus huestes, pero sí generaron que el antifujimorismo, que pudo haberse quedado en el rechazo a los delitos de su padre, trocase en un sentimiento más virulento contra ella, al punto que tras la caída del Gabinete Zavala un sector de la opinión pública apoyó el indulto al padre como una manera de romper el poder hegemónico y obstruccionista de la hija. Cuando Keiko pide ahora que “terminemos juntos esta guerra política”, olvida reconocer que fueron ella y la cúpula de Fuerza Popular las que la desataron.

Las denuncias sobre el dinero indebido que habría recibido en sus campañas reforzaron la animadversión que había cultivado entre los antifujimoristas, pero el apoyo de los suyos no mermó significativamente. En efecto, cuando en agosto del 2017 se conoció la famosa anotación de Marcelo Odebrecht (“Aumentar Keiko a 500 e eu fazer visita”) la encuesta de El Comercio-Ipsos de entonces registró que el 76% de la población consideraba que debía ser investigada, pero su aprobación se mantuvo en 38%. Después, cuando en octubre el fiscal Pérez dispuso investigarla por crimen organizado, su aprobación apenas cayó y terminó el año con 32%. Y en enero, cuando Ipsos preguntó si se creía que Keiko había recibido pagos ilegales de Odebrecht, el 78% decía que sí y solo un 11% que no. Sin embargo, su aprobación se mantuvo en 30%.

El segundo error estratégico fue de orden interno y llevó su popularidad del 30% en enero al 19% en abril. En ese lapso se llevó a cabo el operativo de los ‘Mamanivideos’ para forzar la renuncia de PPK –el presidente que había indultado a Alberto Fujimori– y para desacreditar –y después virtualmente desaforar– a Kenji Fujimori, el hermano que había bregado por el indulto. El desencanto de las bases fujimoristas se precipitó. Así, cuando sobrevino la detención preliminar contra Keiko este mes, su aprobación ya estaba en 13% y su desaprobación en 81%. A sus opositores tradicionales se habían sumado ahora los fujimoristas decepcionados. Empezó a ser evidente para ellos también que sus decisiones políticas no estaban pensadas en lo mejor para el país sino en su propio beneficio.

Lo mismo ocurrió con la evolución de su respaldo electoral. En diciembre del 2017, Keiko Fujimori tenía un 27%, lejos de sus rivales potenciales. En abril, luego de deshacerse de PPK y de Kenji, su intención de voto se había desplomado hasta el 15%. En la medición de mediados de octubre, ya estaba en el 10%. Un capital político que seguramente se seguirá diluyendo conforme sus parlamentarios, obligados a pedir permiso hasta para aplaudir, se sientan liberados del poder de esa cúpula y alejados de la promesa de un triunfo futuro. Lo que está por verse ahora es si Kenji, virtualmente desaforado del Congreso y denunciado penalmente a pedido de Fuerza Popular, logrará reconstruir lo que queda del fujimorismo o si ya es demasiado tarde.