El misterio del sexo, por Gonzalo Portocarrero
El misterio del sexo, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

La sexualidad, según , el inventor del , es la búsqueda del placer más allá de la satisfacción inmediata. Entonces, a diferencia de otras criaturas, el bebe humano termina de mamar y ya no tiene hambre pero igual desea seguir succionando porque el movimiento de los labios y la boca le da tranquilidad y goce. Esta es la clave del erotismo infantil que se desarrolla en varias direcciones. El bebe es un “polimorfo perverso”, dice Freud, una criatura que busca ávidamente su deleite. 

Se desarrollan así diversos tipos de sexualidad: la oral, la anal y la fálica. Cada una centrada en una parte del cuerpo humano. Más tarde, con la adultez, estas sexualidades se integran para conformar la sexualidad genital madura, que sintetiza los placeres y lanza al individuo a la búsqueda de compañía. 

Este esquema idealiza un proceso que es complejo y que está en la base de un modo de disfrute que es propio a cada individuo. En efecto, todos tenemos fantasías y caprichos, que guían nuestra búsqueda de satisfacción y que dependen de la manera en que se ha desarrollado nuestra sexualidad.

En todo caso, nuestros padres y la sociedad (a través de los medios de comunicación) nos presentan modelos con los cuales somos invitados a identificarnos. Pero este proceso no es automático y puede conducir a una diversidad de caminos. Por ejemplo, una madre sobreprotectora y un padre autoritario harán que el niño se resista a la identificación masculina con el padre y que se sienta mucho más cómodo con la expectativa de ser como la madre.

Mucho se discute hasta qué punto la homosexualidad está condicionada por la genética o por la crianza y la cultura. Hasta ahora no se sabe a ciencia cierta la ponderación de cada factor en el desarrollo de una sexualidad homoerótica. Lo que es claro es la importancia de ambas dimensiones.

A partir de cierta edad, los niños son conminados a “sublimar” su energía sexual, a desviarla de su cauce natural para impulsar el logro de realizaciones culturales como la ciencia, el arte, la religión. Entonces, la creación de un poema o una pintura se convierte en una actividad intrínsecamente satisfactoria que reemplaza, hasta cierto punto, al placer sexual. Pero si la sublimación no tiene éxito, entonces la persona buscará calmar el empuje de su erotismo a través de goces inmediatos y elementales.

Durante mucho tiempo este proceso de sublimación se presentó como un mandato de fundamento religioso que condenaba la sexualidad no reproductiva como un desperdicio, un pecado contra el orden cósmico. La energía humana debía dedicarse a “fines superiores”, y no malgastarse en goces sin trascendencia. Pero ahora, con la secularización y el retroceso de la religión, las cosas han cambiado. Los logros sociales y culturales entusiasman mucho menos y se propone que la dirección de nuestro esfuerzo esté dirigida al logro del éxito y de las satisfacciones respectivas, sobre todo materiales y sexuales.

Se trata de una situación que radicaliza el individualismo y pone en entredicho la posibilidad de una moral cívica de fundamento laico. Puede ser esta la razón que explique la extensión de la corrupción en todo el mundo. Ni el temor de Dios ni el amor hacia él crean un sentimiento de obligación y de cumplimiento del deber.

Quizá el síntoma más característico de esa situación es la pedofilia. La conducta depredadora no responde a un mandato genético inescapable. El pedófilo podría resistir su atracción hacia los niños y niñas, pero no lo hace. Usa su posición de poder para procurarse placeres que significan el sufrimiento de quienes dependen de él o de ella. Aunque su mundo pueda estar poblado de sentimientos de culpa y arrepentimiento, el hecho es que el pedófilo no resiste, eficazmente, las tentaciones que lo asedian.

Por eso es misterioso que los impulsores de la campaña se dediquen a satanizar lo que llaman en vez de abogar por la sanción de los pedófilos. Esta situación hace pensar que en esta colectividad existe un gran, e infundado, temor a la homosexualidad. Bastaría que los niños sepan más sobre la sexualidad para que puedan ser convertidos en gays. De allí la necesidad de la intolerancia. Pero, qué curioso, ¿por qué esta gente prefiere proteger a los pedófilos en vez de buscar que sean sancionados?