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Carlos Meléndez

La actual crisis política en el Perú ha demostrado que la institucionalidad puede ser algo relativo. Quienes buscan vacar al presidente Kuczynski o aquellos que propugnan su permanencia en el cargo justifican sus posiciones e intereses en la tan mentada “institucionalidad”. En su nombre se cometen arbitrariedades justificadas en la letra muerta del papel “constitucional”. Por ejemplo, el cambio en los procedimientos para la cuestión de confianza y la censura normado en la actual coyuntura por la “confluencia” fujimorista-izquierdista (Nuevo Perú y Frente Amplio) puede ser presentado como una legítima función de control del Congreso o como un “golpe parlamentario”. Así, la práctica política peruana, por uso y abuso, ha relativizado el valor de la institucionalidad; no sirve como criterio para salir del atolladero de la vacancia presidencial.

Ante una eventual caída presidencial, no existen procedimientos políticamente legítimos para proceder con un posible interinato. Si bien hay una ruta de sucesión estipulada de vicepresidentes y presidente del Congreso –en caso de renuncias sucesivas del Ejecutivo–, no hace predictible el resultado. Las pautas esbozadas no eximen la aprobación de regulaciones ad hoc de último momento, al gusto de la crisis. El resultado es absolutamente incierto: podemos terminar con elecciones adelantadas concurrentes con las subnacionales de octubre o con algún miembro de la Mesa Directiva del Congreso (un Paniagua sin partido) colocándose la banda presidencial antes del amistoso de la selección de fútbol contra Croacia. (Por eso, estimado lector, no se deje apantallar por el opinólogo Nostradamus). Si cayese Kuczynski, el próximo inquilino de Palacio será resultado de una carambola. Esta es la mayor prueba de que, a pesar de que existen normas inscritas en tinta y papel, su valor es mísero. En el Perú, pareciera, las reglas y los procedimientos están para evadirlos (pregúntenle a la Sunat). Somos intrínsecamente premodernos.

Usted decide, estimado lector. ¿Prefiere la medianía predecible de un Ejecutivo con Mechita, Giuffra y Vexler o una carambola a ojos cerrados? Lo que llama la atención es la atracción fatal de la segunda opción, especialmente desde el fujimorismo keikista. Fuerza Popular va a terminar asumiendo los costos políticos del pepekausismo interrumpido, para algarabía de sus detractores. En Morochucos parecen no darse cuenta de que la historia, en el Perú, no la escriben los ganadores, sino los “caviares”. Mientras tanto, Barnechea y Guzmán se frotan las manos. El acciopopulista, como San Martín en Paracas (¿o era Jimmy?), inspira sus siestas armando mentalmente su eventual gabinete. Sus allegados aprovechan el entretiempo de la Champions para medirse su próximo fajín. El “moradito” recorre el país engatusando a muchachos bienintencionados con el floro del “centro radical” (¿?), sin pasar por la obligación de los libros contables que exige la ONPE a los partidos inscritos. En esta nueva temporada de “cáncer versus sida” (Vargas Llosa dixit), Goyo Santos –por consistente ideológicamente– resulta para muchos el “mal menor”.

No ostento superioridad moral alguna para recomendarle una elección. (¿Alguien la tiene?) Pero sí la responsabilidad académica para advertirle las consecuencias –como lo hice con PPK antes de la segunda vuelta del 2016– de pensar con el hígado.