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Hugo Neira

Tengo en las manos el plan de gobierno de Izquierda Unida de 1985 a 1990. El apogeo de la izquierda. Tiempos de Barrantes. Pero en la lista de problemas no aparece ni una línea del tema de la . No es que no existiera, sino que era un mal menor; o bien nos pasaba lo que les pasa a muchos cuando van al médico y descubren que tienen desde hace veinte o treinta años la diabetes. Un mal que se controla sin librarte por completo. Toda contemporánea tiene esa amenaza, pero hay rangos y niveles.

Ocurre que además de periodista soy sociólogo. Nosotros no ‘interpretamos’ para evitar subjetividades. Desde Max Weber, su ‘sozialwissenschaft’, ciencias de la sociedad, es plural. Hace poco, Martín Tanaka y Eduardo Dargent señalaban el riesgo de usar “conceptos del norte para entender el sur”. A lo que voy: la construcción intelectual de una teoría sobre la corrupción no puede prescindir de algún intento de clasificación racional. Más allá de malos humores y la lucha política, esta es mi propuesta.

Hay tres clases de sociedades ante la enfermedad masiva de la corrupción. La primera es obvia: las sociedades avanzadas. Suecia, Dinamarca, Alemania, etc. Por cierto, los Estados Unidos. Algunos países asiáticos como Singapur, Taiwán y China pos-Mao, a su manera, un Estado radicalmente severo. No tenemos ni el Estado de derecho a lo occidental ni la tradición de virtud colectiva de las civilizaciones asiáticas. Pero ninguna sociedad humana es el edén. De ahí la necesidad del contrato social. “No somos ángeles” (Rousseau).

La segunda categoría es la de jóvenes estados, todavía no modernos, que luchan por una vida más equitativa, igualitaria y, a la vez, el progreso del bien común. En esa estamos. Y dos siglos no es nada.

Hay una tercera categoría. Aquellas naciones que toman el atajo del poder totalitario. Lenin, con una lectura asiática del manifiesto comunista. Todos pobres salvo la burocracia en el poder. Eso resultó no ser una utopía socialista sino su contrario, una distopía. Y eso fue Chávez. ¿Quieren uno en el Perú? Sigamos en la lógica tortuosa de la prisa.

Para discutir la prisa de algunos, apelo a mi experiencia existencial. He vivido, acaso sin desearlo, una gran parte de mi vida fuera de mi patria. Y conozco cuatro sociedades: el Perú, México, España y Francia. La última, tanto como la peruana. Sostengo, pues, que del 1789 revolucionario no pasaron de inmediato a la modernidad. Tuvieron retrocesos. Solo en 1870 fue la III República con Gambetta. Fue un siglo terrible. Y lo sabemos por su formidable literatura. Víctor Hugo y Honorato de Balzac, autor de “El padre Goriot”, un comerciante arribista, y “La comedia humana”, con su desfile interminable de banqueros corruptos. Y putas y cortesanas mantenidas por ricachos, según Zola. Una burguesía ávida y sin escrúpulos en “Los misterios de París”, de Eugène Sue. ¿Qué se creen, que fue fácil?

Sospecho que el siglo XXI peruano será algo similar a Francia y otras naciones que se hicieron en el XIX. Vencer la corrupción no es, pues, nuestra independencia lograda en 1824 en un campo de batalla en Ayacucho. Es combate largo y complejo. Es transformación, paciencia y tenacidad. Recursos y habilidad en fiscales y jueces. ¡Y más impuestos para un Estado pobretón! Hace bien el presidente Vizcarra en comenzar ese inmenso desafío; pero la prisa, ese defecto de la criollidad, lo ‘rapidito’, provoca lo contrario.