(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Dos personas que han trabajado en el Gobierno me han hecho el mismo comentario: 

–Lo bueno del presidente es que siempre dice lo que piensa. Lo malo, que nunca sabes si seguirá pensando lo mismo al día siguiente. 

PPK se relaciona con las palabras como el perro de Pavlov con las babas. Oye un campanazo y su sistema nervioso las segrega, sin pasar por su zona de consciencia. La campana dice “Odebrecht” y el presidente responde “nunca”. Luego dice “Westfield” y él replica “ah, sí, algo de dinero”. La campana dice “Fujimori” y él responde “prisión”, pero si dice “vacancia”, él emite “indulto”. No existe ninguna coherencia entre lo que ha dicho y lo que dirá. En su presente permanente, como un pez con cuatro segundos de memoria, nuestro mandatario reacciona ante cada estímulo de manera aleatoria. 

Está claro que las letras no son lo suyo. Y sin embargo, un experto en economía debería entenderse mejor con ellas. Al fin y al cabo, las palabras son en gran medida como los billetes: necesitan un respaldo.  

Los tesoros nacionales garantizan que, a cambio de tus dos soles, te den un periódico. O dos kilos de cebolla. Un billete sin esa garantía, por mucho que lleve estampada la cara de un héroe de la patria, es solo un trozo de papel sin valor. 

En el caso de las palabras, el respaldo es la verdad. Cotizan según las credibilidad de que goce su usuario. Si alguien dice amarte pero te pone los cuernos todas las semanas, el valor de sus palabras disminuye. Si dice “justicia” pero solo hace cosas injustas, o si dice “ecología” mientras incendia bosques, sus afirmaciones caen en el índice de precios, hasta que dejan de servir para nada.  

Ahora bien, PPK tiene una teoría lingüística diferente: él opina que si repite muchas veces las palabras, ellas se volverán verdad.  

Trató de demostrar su tesis con el adjetivo ‘humanitario’, que colocó justo encima de ‘indulto’, como una funda de plástico, para ver si la tapaba un poco. Sin embargo, por mucho que insistió en el término una y otra vez, no ha convencido ni a la OEA, ni a la CIDH, ni a los expertos en desaparición forzada de Naciones Unidas, ni a Human Rights Watch ni a Amnistía Internacional; o sea, a nadie que use esa palabra más de una vez al mes. Es como si tratara de vender billetes de Monopolio en una casa de cambio. 

Ahora se ha empeñado con la palabra ‘reconciliación’. La remachó en un mensaje a la nación, bautizó con ella al año 2018 en pleno, y se la colocó como etiqueta a su nuevo Gabinete, para que sonase muchas veces. Y sin embargo, ni un solo ministro parece haber usado ese término antes de su nombramiento. PPK no ha propuesto ninguna medida concreta al respecto. Por supuesto, no se ha reunido con las víctimas de Fujimori. El Gabinete es tan antirreconciliatorio que solo ha provocado la furia del Apra por el reclutamiento de dos de sus militantes. 

La política –que no es lo mismo que la administración pública– es cuestión de palabras. Se trata de articular la experiencia de una sociedad: explicar sus orígenes, identificar sus retos y proponer finales felices. En suma, contar una historia. Lamentablemente, nuestro presidente salta de un relato a otro, equivoca los personajes y se enreda con los puntos de giro.  

O quizá, el único cuento que puede contar es Pedro y el lobo, ese del niño que decía mentiritas hasta que nadie más le creyó.