¿Quieres estar conmigo?, por Alfredo Bullard
¿Quieres estar conmigo?, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

Viajar en el tiempo es un privilegio usualmente reservado a las películas y series de ciencia ficción. Pero el fin de semana pasado viajé en el tiempo.

De mi juventud recuerdo, aparte de las obras ligeras de , una sola obra de teatro: “¿Quieres estar conmigo?”, escrita y dirigida por Roberto Ángeles. La vi en 1988. El entrañable recuerdo de haber sentido que veía en escena lo que vivía en esos días hizo que , esta vez en manos del director Sergio Llusera, fuera una tentación irresistible.

La influencia de “Nos habíamos amado tanto”, la extraordinaria película del director italiano Vittorio de Sica, es innegable. Estoy seguro de que “¿Quieres estar conmigo?” ya es un clásico. Pertenece al selecto grupo de obras que no pasarán nunca de moda. Lo es por lo bien que está escrita, por lo bien que ha sido montada y dirigida las tres veces que la han puesto en escena, pero sobre todo porque es un símbolo de una generación.

Ninguna obra peruana relata tan bien la vida de la generación perdida. Es la generación que estuvo en el colegio en los 70 (gobierno militar), vivió la universidad en los 80 (atravesando al intranscendente Belaunde y el nefasto Alan de su primer gobierno) y salió a la vida profesional en medio del terrorismo, la crisis económica galopante, el ‘shock’ y la desesperanza. Es la generación que quiso escapar del país (y que en parte escapó). Es la generación que estudiaba con vela, se bañaba con tacita, se despertaba en la noche con coches bomba, hacía cola para comprar leche Enci.

Es la generación que creía que la política era trascendente, escuchaba canciones de y Pablo Milanés y pegaba calcomanías del Che. Es la generación de los “rábanos Rinconada” (una versión menos evolucionada de lo que hoy llamamos “caviares”, que creían, con auténtica convicción, que solo la izquierda salvaría al Perú). Es la generación que votó por Alfonso Barrantes para la alcaldía. Es la generación a la que pertenezco.

Esa generación –paradójicamente sin esperanza pero soñadora– se enamoraba, se divertía, disfrutaba de la vida y se convencía de que, a pesar de todo, podía ser feliz.

Viajar en el tiempo tiene sus privilegios. Mi recuerdo es que la obra era una muy buena comedia. No sé si por traición de la memoria o porque lo espantoso de los tiempos hacían que lo terrible de nuestra historia se viera normal, esta vez, 26 años después, me pareció mucho más dramática. Me reía, pero a diferencia de la primera vez que la vi, había partes en las que me provocaba llorar. Me imagino que para quien vivió una guerra o una catástrofe, recordar debe ser tanto o más duro que haber vivido lo que vivió.

En la obra uno ve, además, cómo hemos cambiado. Nuestros problemas son otros. Son importantes, pero al lado de los de entonces llegan a parecer hasta banales. Y es que ya  no está en juego la supervivencia ni evitar el colapso total. Como se dice en un momento en la obra, esa generación tuvo el privilegio de ver cómo se desmoronaba el mundo. Un privilegio horrible, pero privilegio al fin. Eso explica por qué consideramos a los jóvenes de hoy despreocupados. Sentimos que se la llevan fácil. Pero lo cierto es que ver la obra ayuda a entender que ellos no tienen la culpa de lo que nos pasó.

Hoy la política se ha vuelto virtualmente intrascendente y la esperanza se ha vuelto posible. Aunque no lo crean, hoy somos más civilizados; pisamos más la tierra; tenemos menos que temer. Hoy creemos que vivir puede ser difícil, pero que siempre es mejor que morir. Y creemos que la paz puede ser esquiva, pero se logra encontrar en la mirada de una chica, en la mataperrada en la escuela, en una chupeta de amigos.

Ver “¿Quieres estar conmigo?” demuestra que podemos cambiar.