(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Coya

En un país transformado en uno de los lugares más peligrosos del mundo para las mujeres, cualquier agresión hacia ellas posee un interés público innegable. Denunciar estos actos de violencia resulta crucial para llamar la atención y acabar con la impunidad que campea entre sus responsables.

Como si no fueran suficientes los 15 feminicidios registrados en el Perú desde el inicio de año –sin contar los casos que no condujeron a la muerte–, la modelo argentina Paula Ávila reveló, hace unos días, que fue drogada durante una fiesta realizada el 25 de enero en una de las playas de la localidad de Asia, donde asistieron varias figuras públicas y jóvenes que participan en los programas llamados ‘realities’.

Según declaró, ella se sintió mal durante la celebración, llamó a un amigo que la condujo a un hospital y los médicos la sometieron a un examen toxicológico que dio como resultado positivo para metanfetamina. Ávila permaneció 24 horas sin dormir, asegura que no ingirió por voluntad propia dicha sustancia, que desconoce cómo llegó a su organismo y denunció el hecho a las autoridades.

No está claro hasta el momento quién o quiénes estarían detrás de semejante atropello. Lo que sí es un hecho es que su cuerpo tenía una fuerte dosis de metanfetamina y que, según el National Institute Drug Abuse de Estados Unidos, a dicha sustancia se la considera un poderoso estimulante adictivo que afecta el sistema nervioso central, aumenta el habla, estimula la actividad, produce una falsa sensación de bienestar, eleva la frecuencia cardíaca y puede causar, incluso, la muerte.

La grave denuncia de la modelo ha despertado, como es lógico, el interés de tabloides, programas de espectáculos y las redes sociales, donde se ha abierto un ácido debate entre quienes se solidarizan con la joven y quienes la critican por haber hecho la denuncia.
El caso de Ávila es una muestra más de algo que sucede con extrema frecuencia en el país y que, a mi modo de ver, supera el interés público: la revictimización de la víctima.

Aunque resulta plausible un incremento en los últimos tiempos del apoyo con que la sociedad se solidariza con una mujer cada vez que denuncia una agresión, no es menos cierto que existen personas que hacen escarnio de ella cuando lo hace.

Si el hecho posee un registro visual y es impactante, se difunde profusamente en los medios de comunicación, pues este tipo de contenidos tiene un nivel alto de audiencia. En las redes sociales resulta peor porque se comparte masivamente, muchas veces con comentarios ofensivos, burlones o que ponen en duda su honestidad.
¿Y cómo queda la víctima al ver que una y otra vez se le muestra en una situación de menoscabo de su dignidad? ¿Nos hemos puesto a pensar si, al mostrar con lujo de detalles el maltrato, no podríamos también estar contribuyendo a que el agresor siga cumpliendo con su objetivo al exhibir a la víctima en una situación de humillación pública constante?

No se trata de una sugerencia a la censura abierta o soterrada, menos tratándose de algo que debemos combatir con energía, sin tapujos. Tenemos que reflexionar acerca de la forma en que exhibimos a las mujeres que son víctimas de maltrato o acoso, sea una congresista en ropa de baño en su día de descanso, una mujer golpeada en la recepción de un hotel, otra quemada en un ómnibus, arrastrada de los cabellos por las calles de Miraflores u otra drogada a sus espaldas.

Si queremos combatir con eficacia este mal de niveles epidémicos, debemos comenzar a evaluar con responsabilidad qué estamos haciendo con las víctimas, cómo evitar su exhibición morbosa, cómo transmitir un mensaje potente a la sociedad sin que su sobreexposición en términos denigrantes haga de nuevo que padezca el efecto traumático de la violencia que ha sufrido, haya sido esta física o psicológica.

El drama que enfrenta cada mujer maltratada no se debe convertir nunca en un espectáculo, puesto que ello retroalimenta el círculo vicioso de la violencia. La dignidad de la víctima tiene y debe ser mantenida siempre sin que esto suponga un ocultamiento de la realidad.

Suficiente tiene una mujer maltratada para que encima se vea dañada en las redes y en los medios de comunicación una y otra vez. Nadie duda de que se deben mostrar las secuelas pero, en todos los casos, con el respeto que merece toda víctima.

En este combate sin cuartel, cada vez que sucede un caso de agresión o acoso debe quedar claro quién es el responsable y mostrar su comportamiento previo –sea en el ámbito privado como público–. Esto, sin duda, contribuiría a que muchas mujeres adviertan que se encuentran en una situación de peligro.

Pero si caemos en los detalles innecesarios que apelen al morbo, muchas de ellas podrían renunciar a la denuncia por miedo a que su caso trascienda la esfera de lo íntimo.

Debemos tener presente que los detalles truculentos no inducen al rechazo de la violencia en sí y, en cambio, pueden dar paso a su frivolización, haciéndonos pensar, por ejemplo, que un problema de pareja debe inevitablemente desencadenar en una agresión o apelar a los celos o la pasión como atenuantes para que luego sean empleados por el criminal a la hora que deba rendir cuentas ante la justicia.

Peor aún, la difusión continuada de este tipo de informaciones como si fueran un show puede crear un efecto anestésico y que las personas no lo vean como el grave problema que es. Si deseamos un combate eficaz a la violencia de género, las mujeres en situaciones de riesgo nunca deben temer, a la luz de los casos denunciados, que su drama se volverá un circo ni que no recibirán el respaldo necesario que requieren.