“A la tendencia sombría de remarcar lo trágico, Palma opone una tendencia risueña que busca imaginar una sociedad donde sus habitantes pueden ser relativamente felices”. (Ilustración: Giovanni Tazza)
“A la tendencia sombría de remarcar lo trágico, Palma opone una tendencia risueña que busca imaginar una sociedad donde sus habitantes pueden ser relativamente felices”. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

El 6 de octubre se conmemoraron 99 años del fallecimiento de Ricardo Palma. Diversas instituciones, como la Biblioteca Nacional del Perú –de la que fue director cerca de 30 años– y la Municipalidad de Miraflores, prepararon sentidos homenajes que giraron en torno a la escenificación de sus más clásicas tradiciones.

Palma era un talentoso escritor que en base a la tradición oral por entonces vigente, supo (re)crear un pasado en el que el fragmentado mundo criollo pudo imaginarse como una sociedad relativamente integrada por una cultura que le rendía pleitesía a la vida, al buen humor y a la sensualidad. Proviniendo de un mundo popular, Palma logró, a través de sus célebres tradiciones, que la gente recordara menos la violencia del mundo colonial y mucho más el disfrute de las fiestas y de los bailes a los que concibe como el eje articulador de la sociedad virreinal. Su mirada es ciertamente crítica pero dista de ser amarga y trata de ser divertida concentrándose en lo más insólito y pintoresco de la aristocracia, la iglesia y el mundo popular. A la tendencia sombría de remarcar lo trágico, Palma opone una tendencia risueña que busca imaginar una sociedad donde sus habitantes pueden ser relativamente felices: pese a sus diferencias y jerarquías, todos comparten una actitud despreocupada que busca en el cultivo del descanso y la diversión las claves con que se debe orientar la vida, para que ella valga realmente la pena. Entonces, lejos de la sarcástica severidad de un Felipe Pardo que apabulla al mundo criollo por su inconsecuencia y falta de verdad, lejos también de los afanes moralizantes de la obra de Manuel Segura, Palma felicita a la gente e incita su amor propio por lo que es.

La obra de Palma trató de reconciliar, hasta donde era posible, a los pobres con los ricos, difuminando odios y resentimientos, auspiciando en cambio encuentros felices y creaciones colectivas. La aristocracia limeña, por su racismo elitista, se opuso a este proyecto nivelador, surgido desde el pueblo limeño. Solo después del desastre de la guerra con Chile, los hombres más afortunados se dieron cuenta del inmenso servicio que Palma estaba prestando a la construcción de la futura nación peruana. Y el reconocimiento que recibió el ilustre tradicionista no fue menor. Aclamado por los de arriba y los de abajo, tuvo todas las oportunidades para desarrollar su talento literario, encauzándolo a reforzar un sentimiento nacional. Cierto que Palma ignoró demasiado la cuestión indígena, pero cierto también que junto con Manuel González Prada fueron los dos grandes intelectuales de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Ambos afirmaron, cada uno a su manera, la posibilidad de un horizonte nacional para la desgarrada sociedad peruana y combatieron el escepticismo radical de todos aquellos –que eran muchos– que no veían salida que no fuera la conservación de un pasado sin futuro; que predicaban la defensa del gamonalismo y la miseria indígena como fundamento de la “república aristocrática”, como la llamaba Jorge Basadre, o de la “república sin ciudadanos” como prefería nombrarla Alberto Flores Galindo.

El hecho es que Ricardo Palma construyó un relato fundacional que nos reconcilia con nuestros orígenes y que nos convoca a ser peruanos. Quizá lo más extraordinario de todo es que Palma no es el romántico alucinado que muchos se imaginan. Menos el jaranista que la gente cree. En realidad, Palma era un hombre serio que creía fervorosamente en el Perú y que pensaba que el rol que él quería desempeñar en la historia dependería en mucho de la profundidad de sus estudios y del vuelo de su imaginación. En su vida cotidiana fue un caballero, un hombre más bien reservado, de una sorprendente capacidad de trabajo, poseedor de una gran cultura adquirida gracias al tiempo libre que le permitió su rechazo a involucrarse más en la política contingente.

Desde el colegio, cuando estudiaba la primaria, me entusiasmó la maestría y el ingenio de Palma de manera que lo releo constantemente y le guardo la admiración que se puede tener por un profeta que emerge de las oscuras cavernas con teas de luz en sus dos manos. Como el caso de Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y José María Arguedas. El Perú contemporáneo no se entiende sin estos intelectuales, aunque tampoco se puede comprender solamente a partir de ellos.