El ritmo del corazón, por Carlos Galdós
El ritmo del corazón, por Carlos Galdós
Carlos Galdós

El sábado pasado mi hija y yo nos metimos una sobredosis de música electrónica en el festival Lollapalooza Chile. Hemos saltado como resortes viendo a Diplo, Don Diablo, Marshmello, Martin Garrix. Y para que no nos digan que no tenemos cultura musical, taladramos nuestros oídos con Metallica y cerramos viendo a uno de los pocos rockstars de estos tiempos: Julian Casablancas y The Strokes. En uno de los intermedios, Valentina no tuvo mejor idea que contarme que una amiga del colegio la había invitado al concierto de Justin Bieber. Ella sabe que detesto su música y que en mi programa de radio está vetado ese personaje. Aun así me dijo que le gustaría ir por curiosidad. “¿No serás una Believer?”, le dije. “Noooo, papá, yo no, pero mi amiga sí y quiero acompañarla. Tiene entradas adelantito”, respondió de inmediato. “Bueno, mi amor, está bien. ¿Quién las va a llevar?”, pregunté. “Su mamá va con nosotras”. Asunto resuelto.

Para no quedar como el papá aburrido, le sugerí a Vale que invitara a su amiga a la casa a almorzar el mismo día del concierto, de paso que podían escuchar a todo volumen las canciones de Justin y ver por Youtube sus últimos conciertos. Así llegarían al show con todo el setlist aprendido y listo para gritarlo.

Todo estaba bien hasta que apareció la siguiente pregunta: “¿Papi, podemos ir a jugar al jardín?”. “No, mi amor, porque ahí están las carpas”, señalé. “¿Carpas? ¿Qué carpas?”, preguntó la amiga. “Ahhh, es que mi papá está ayudando a recolectar carpas para los damnificados de los huaicos”, aclaró mi hija. Para sorpresa mía, la amiguita no tenía idea de lo que había pasado en el país hace semanas, menos aún por qué se habían suspendido las clases. Me pidió que le contara. Les enseñé videos y la niña de 10 años no salía de su asombro. Pero lo que más me emocionó fue ver cómo se le aguaban los ojos frente al dolor ajeno. Una pequeña que indudablemente vive en una burbuja gracias a sus padres no dejaba de hacer preguntas. “¿Y ahora qué van a hacer esas personas? ¿cómo han quedado sus casas? ¿dónde van a vivir? ¿qué van a comer?”. Una niña desconectada de la realidad por sus padres, pero conectadísima con la solidaridad desde su corazón puro. Al rato llegó la madre a recogerlas para llevarlas al magno evento, pero su hija la paró en seco: “mamá, no quiero ir al concierto, mejor vendamos las entradas para comprar carpas y ayudar”. En ese instante me dediqué a escuchar. “No, Camila, van a ir al concierto porque las entradas son las más caras”, argumentaba la señora. “¡Pero mamá, con esa plata podemos ayudar a esas personas y comprar carpas!”. “¡Te he dicho que no! Ellos ya tienen quién los ayude”, insistía la madre. “¡No voy a ir al concierto!”, se plantó la chica.

“¿Puedo hablar contigo un ratito?”, me dijo la mamá, caminando hacia mi cocina. “Dime qué le has dicho a mi hija. ¿Le has lavado la cabeza?”, me cuestionó. “A ver, vamos por partes. Primero, yo no le lavo la cabeza a nadie. Segundo, tu hija vio las carpas, me preguntó para qué eran y después me pidió que le contara sobre los huaicos”. Ante ello, la respuesta que obtuve fue fulminante. “Ok, es la última vez que mi hija viene a esta casa”. Y así pude comprobar, una vez más, que el problema jamás serán los niños. Ellos son puros, nobles, buenos. Sus padres son los que los llenan de basura. Al final no fueron al concierto. Al día siguiente en el colegio, Camila le dio a Valentina los 10 soles que tenía para comprarse algo de comida en el recreo. Los donó. Camilita, con tu corazón grandote te aseguro que en el futuro podrás salvar a muchos niños como tú.

Esta columna fue publicada el 8 de abril del 2017 en la revista Somos.