Szyszlo no solo usó la pintura para describir lo que amó o lo  atormentó; uso también la palabra para reclamar por la libertad y la justicia. (Foto: Nancy Chappell/El comercio)
Szyszlo no solo usó la pintura para describir lo que amó o lo atormentó; uso también la palabra para reclamar por la libertad y la justicia. (Foto: Nancy Chappell/El comercio)
Fernando Berckemeyer

En el corazón del arte de había dos grandes paradojas. Era conocido como un pintor moderno: el primer gran introductor del arte abstracto en el Perú. Y, sin embargo, su pintura brotaba llena de imágenes primitivas. Era reafirmadamente ateo. Pero su arte estaba absolutamente marcado por “lo sagrado”, al menos en su versión no religiosa: “lo sagrado laico”, en palabras de André Breton.

Su primitivismo era ubicuo en su obra. Si una imagen lo persiguió toda la vida, esta fue la del tótem. Y lo que él llamaba “el alfabeto” de su pintura estaba repleto de signos ancestrales –discos, cuartos del sacrificio, dolmenes, hojas cortantes–. Figuras que él muchas veces tomaba de sus encarnaciones precolombinas: el demonio alado de Paracas, por ejemplo, parece haber batido sus alas con persistencia en algún lugar remoto de su mente.

Su búsqueda de lo sagrado era igualmente transversal a su pintura –y a su concepción del arte–. Para él, lo que hacía un artista verdadero era intentar expresar lo que estaba al otro lado del misterio de la realidad. Hacer hablar a “la boca de la sombra”, como decía el mismo Breton (Szyszlo vivía lleno de citas potentes y estas dos del escritor surrealista eran las que más repetía cuando se refería a su pintura).

Esa era la verdadera función del artista y eso era, arquetípicamente, aquello a lo que se habían dedicado los artistas primitivos. “Las personas que hacían estas cosas eran una especie de puente entre su grupo humano y lo inentendible”, le dijo a Mariella Balbi en un precioso libro-entrevista que ella le hizo en el 2011. Por eso las formas que producían estos artistas son “formas habitadas”: receptáculos de mensajes (ideas o sensaciones) que el artista-puente arranca del misterio.

El primitivismo y la vocación mística de Szyszlo estaban, pues, conectados. Eran las dos caras de una misma moneda.

Él no fue, desde luego, el primero en trabajar esta conexión, y, como el hombre irremediablemente culto y lúcido que era, estaba consciente de ello. De hecho, décadas después de leer a Breton, Szyszlo descubrió que antes de que este naciese ya se había hablado de “la boca de la sombra”. Lo supo cuando se encontró con un dibujo de Victor Hugo que el poeta francés había titulado “El dolmen en que habla la boca de la sombra”. Es decir, Hugo también parecía creer que las formas de los artistas primitivos estaban llenas de lo que habita en el fondo de la vida; de lo que, tal vez por venir de la noche de los tiempos, está grabado en el inconsciente colectivo de la humanidad.

En cualquier caso, para Szyszlo el arte era “el encuentro de lo sagrado con la materia”. “Intihuatana”, por ejemplo, ilustra esto con claridad desde su sitio en el malecón de Miraflores. Esa escultura es, como su nombre quechua lo implica, un intento de usar la piedra para “amarrar al sol”, la antigua divinidad que todas las tardes se oculta detrás de ella.

De esta vocación por lo sagrado se deriva mucho del estilo que marca la pintura de Szyszlo. Estando dedicada a hacer hablar a “la boca de la sombra”, no podía ser casualidad que su obra se caracterizase por la penumbra. Lo que él pintaba eran atisbos, visiones sacadas de los parajes donde reina la oscuridad; lo que es misterioso, lo que solo podemos presentir y que, no obstante, nos rige. Lo sagrado.

Tampoco era accidental que tantas veces sus figuras pareciesen estar por difuminarse en el aire, o que sus colores brillasen solo atrás de un invisible velo: ¿cómo más representar visiones de lo inasible?
Es verdad que la penumbra de su pintura también puede entenderse en otro sentido. No como la oscuridad del misterio, sino como la oscuridad de lo siniestro. Como manera de expresar las sensaciones amenazantes, turbadoras, violentas incluso, que casi siempre viven en sus cuadros. Los círculos son atravesados por cuchillos. Las mesas son altares del sacrificio. Las cámaras nupciales también.

Pero, ¿no eran así acaso los días primeros (que fueron en realidad milenios) de la humanidad? ¿No eran crueles, salvajes y cargados de riesgo y muerte? “Este lugar es terrible, en él habita Dios”, dice el Génesis y citaba Szyszlo a menudo.

Como fuese, no solo lo terrible vivía al otro lado de la sombra. También el amor. Después de todo, el mismo Szyszlo decía que su definición del arte como encuentro de la materia con lo sagrado era imperfecta porque se aplicaba también a la persona amada. En el amor, como en el arte, uno salía de sí para fundirse. El amor, como el arte, era “una experiencia mística”.

En su libro de memorias, escribió que, pese a su confirmado rechazo por las religiones, había en él una sensación de que “toda explicación puramente racional es insuficiente”. Por eso tal vez siguió hasta su último día pintando, lo que para él no era otra cosa que una batalla por robarle al misterio sus contenidos.

Me gusta pensar, en fin, que también tiene que ver con esto el que su vínculo con la entrañable Lila fuese tan estrecho, que andasen siempre tan juntos, como para haber producido, cuando llegó el accidente, una muerte común; haciendo parecer como si Quevedo hubiese escrito esos versos finales de un soneto que Fernando sabía de memoria, para ellos dos: “Serán ceniza, más tendrá sentido; polvo serán, más polvo enamorado”.