Periodistas Rosana Cueva, directora de "Panorama", y Gustavo Gorriti, director de IDL-Reportero, fueron citados al Congreso por este caso. (Fotos: El Comercio)
Periodistas Rosana Cueva, directora de "Panorama", y Gustavo Gorriti, director de IDL-Reportero, fueron citados al Congreso por este caso. (Fotos: El Comercio)
Andrés Calderón

“Solo si las fuentes confían en que su confidencialidad será preservada, continuarán confiando en los periodistas”.
Floyd Abrams –a quien pertenece la cita (Speaking Freely, 2005)–, el ilustre abogado defensor de la libertad de expresión en Estados Unidos, ha visto a dos de sus clientes (Myron Farber en 1978 y Judith Miller en el 2005, ambos reporteros de “The New York Times”) ir a la cárcel por desacato a la autoridad al rehusarse a revelar la identidad de sus fuentes.

Farber, en su oportunidad, advirtió que si revelaba los nombres de sus fuentes, le estaría diciendo a la nación que el periódico más importante del país “ya no estaba disponible para los hombres y mujeres que quisieran hablar libremente con él y sin temor” (editorial de NYT, 7/7/2005).

Pensé en todos estos personajes cuando un fiscal decidió acudir al local de IDL-Reporteros. Más cuando un fiscal supremo envió un oficio intimidatorio a los periodistas Gustavo Gorriti y Rosana Cueva, pidiéndoles que identificaran a quienes les entregaron los audios que revelaban la red de corrupción en el y el , bajo amenaza de perseguirlos por delito de desobediencia a la autoridad.

¿Quién debería tener miedo de ir a la cárcel? ¿Quien filtró los audios a la prensa, sospechando quizá que, sin el conocimiento del público, sujetos como César Hinostroza o Walter Ríos eludirían con facilidad una justicia tan torcida que los tenía a ellos mismos en la cúspide de su administración? ¿Los periodistas que han permitido visibilizar la inmundicia judicial con la que convivimos? ¿O las autoridades que buscan amordazar a los que levantaron el manto que cubría el lodazal? ¿Quién debería terminar en prisión? ¿La fuente, el periodista o el delincuente?

Las respuestas de Gorriti y Cueva han sido impecables, ética y jurídicamente. El Tribunal Constitucional peruano y la CIDH han interpretado acertadamente que la Constitución y la Convención Americana de Derechos Humanos protegen “la reserva de sus fuentes de información, apuntes y archivos personales y profesionales”.

Aun así, parece no ser suficiente. Sea por flojera o perversión, tenemos autoridades que ignoran la jurisprudencia constitucional y los instrumentos internacionales. Ni qué decir de los políticos asustados –y sus defensores– por lo que puedan revelar nuevos audios.

Hay que ponerlo textualmente en la Constitución y en la ley, entonces. En mayúsculas y en negrita, si hace falta. “Ninguna autoridad puede violar el secreto de las fuentes periodísticas”. Y que se castigue al funcionario que quiera coartar la libertad de prensa. Demos un paso más, y establezcamos expresamente en la ley que ningún periodista será responsable por la difusión de información de interés público aun cuando esta tenga el carácter de reservada o confidencial, siempre que no haya participado en actos ilegales para su obtención. ¿Y por qué no pensar también en una excepción legal que exima de responsabilidad a quienes filtran información que revela hechos ilícitos?

Llevo años sosteniendo en esta columna –antes, incluso, de que estallara el Caso Odebrecht– que necesitamos una ley que proteja a quien destapa un delito (los ‘whistleblowers’). Hay personas resignadas a ver pasar coimas frente a sus ojos y que callan porque saben que, en un sistema corrupto, el “soplón” lleva las de perder.

¿Creen que ni auxiliares judiciales ni secretarios ni abogados litigantes ni nadie sabía de los negociados de Hinostroza y Ríos? ¿Ningún trabajador del CNM sospechaba de los favores que canjeaban los consejeros?

Hay que proteger mejor a fuentes y periodistas que no dudan en apuntar la linterna en la dirección más tenebrosa. Para que así los únicos que teman acabar en la cárcel sean los que quieren apagar la luz.