(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Raúl Castro

Por fin se conoce a los integrantes del consejo directivo de la de Lima y Callao. Ellos tienen el mandato de formar una nueva institución central en la gobernanza de la ciudad, pues encarnan, no solo las esperanzas de más de siete millones de usuarios que esperamos arreglo a este desmadre que es la oferta de en la capital, sino también la expectativa de la comunidad metropolitana entera por lograr gestar, al fin, un sistema de movilidad ciudadana mínimamente civilizado.

Lo que hoy tenemos es el caos en el sentido estricto de la palabra. La fundación Transitemos estima que podrían existir alrededor de 350 líneas de transporte registradas y otras 30 informales, cuya flota podría ser de 100 mil unidades. Es decir, aproximadamente el 5% del parque automotor existente. Una estadística absurda por lo estratosférico. Pero el número de rutas no es el problema (en Londres, por ejemplo, se estima que hay 700), sino la cantidad de unidades de transporte que convocan para circular, que en Lima supera en 1.000% lo que pueden tener otras grandes ciudades.

¿A qué debemos tamaño caos? A la irracionalidad con que muchas de estas líneas operan. Ahí están, por ejemplo, las trayectorias superpuestas que compiten estúpidamente sin un ápice de organicidad. Esto se agrava con el esquema de empresas cascarón bajo el que trabajan pues convocan unidades sin ton ni son, lo que propicia las tristemente célebres carreras de buses vacíos de una misma línea por algunos céntimos. Algo que sería pintoresco de no ser porque resultan tan dramáticamente fatales. La policía registra que el 40% de accidentes mortales son causados por unidades de transporte público.

En la experiencia del usuario, por otro lado, el desmadre es patente. Subir y bajar del bus a mitad de la pista es la práctica que –de forma alucinante– hemos normalizado. El respeto a las rutas, el ingreso de los vehículos en contra del sentido de algunas calles y el costo del pasaje, dependen del humor del conductor. Una anarquía así es una vergüenza globalizada, pues somos sujetos de estudio de etólogos cuando se abordan patrones de comportamientos animalizados en grupos humanos. Tragándonos el bochorno, el problema de fondo es que un caos así anula las características principales de una ciudad mínimamente vivible: la predictibilidad y la buena norma social. Tampoco podemos planificar tiempos, trayectorias, proyectos ni ejecuciones en un entorno así. Ni tampoco lo que constituye el segundo piso en la base de la pirámide de necesidades: la .

Hace pocos días, un papá denunció, en una cuenta de organización ciudadana de Facebook, que su hija fue asaltada en un vehículo de transporte público cuando salía de la universidad. Ella subió en la Av. Primavera y, poco después, un sujeto la abordó con un cuchillo sin que nadie pudiese intervenir. Se llevaron su teléfono móvil y otros objetos de valor. Los asaltantes utilizaron la puerta de atrás de la unidad como Pancho en su casa, y sin la menor resistencia.

La instalación de una autoridad autónoma del transporte nos da ahora la oportunidad de proveer inteligencia a la oferta y, con ello, un nuevo patrón de convivencia civilizado. La base de esto es un sistema conectivo provisto de matrices geoespaciales y digitales. El amplio desarrollo de infraestructuras de la comunicación para ‘smart cities’ ya lo facilita, lo que debemos complementar con sistemas que permitan visionar las trayectorias en pantallas móviles y formas de monitoreo con datos abiertos en tiempo real para enfrentar contingencias. El diálogo entre el ciudadano y los administradores es, por tanto, vital: hoy los ‘social media systems’ georreferenciales, como Waze, lo permiten.

El objetivo de esta nueva etapa no solo es establecer un servicio de transporte público ordenado, sino gestar un nuevo protocolo cívico y social en la ciudad. Su éxito contemplará menor victimización y siniestros por accidentes, así como una mayor eficiencia en términos de horas/hombre empleadas en los viajes. En un escenario así, ya podríamos hablar de una ciudad para gente creativa viviendo feliz en un entorno sostenible.