(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Ignazio De Ferrari

Como parte del superciclo electoral que recorre América Latina –con nueve elecciones presidenciales en 20 meses– dos países centrales de la región – y – elegirán jefe de Estado a fines de este mes. La situación en que ambos países llegan a las urnas no podría ser más distinta. Mientras Colombia celebra su decimosexta elección presidencial consecutiva en democracia, Venezuela lleva casi 20 años sumergida en el régimen político más trágico de su historia.

El devenir de los dos vecinos en las últimas décadas está estrechamente ligado a la trayectoria de dos instituciones fundamentales: la democracia y la economía de mercado. En los últimos 12 meses, el deterioro que ha alcanzado Venezuela es espeluznante. La inflación cerró el 2017, según cálculos independientes, en 2.600% y se espera que termine este año en la descomunal cifra de 13.000%. El PBI se desplomará 15% este año, mientras la pobreza alcanza al 87% de la población. El éxodo de venezolanos ronda ya los 2,7 millones, según datos citados en “The Economist”. En el terreno de las libertades, el gobierno chavista ha seguido cercando a la oposición, y ha organizado unas elecciones presidenciales que no cumplen garantías mínimas. Nicolás Maduro será casi seguramente reelegido tras el boicot de la oposición. No habría organizado unas elecciones que no pudiera ganar.

Mientras el chavismo ha desafiado las reglas del mercado y ha triturado las instituciones, Colombia ha alcanzado logros históricos manteniéndose en el cauce de la democracia electoral y la libertad económica. Es difícil imaginar que un acuerdo de paz como el alcanzado por el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC hubiera sido posible sin la legitimidad que confiere el ser elegido en elecciones libres. De manera similar, que Colombia sea un caso de éxito regional en materia económica se debe en gran medida a haber apostado por mercados abiertos al mundo. Hace solo unos años Venezuela era considerablemente más rica que su vecino. La historia de ambos países fortalece los argumentos de economistas y politólogos que ponen énfasis en los factores institucionales para explicar el desarrollo de las naciones.

En este contexto, no deja de sorprender a un observador externo que en Colombia los dos grandes logros de las últimas décadas –el avance económico y el acuerdo de paz– sean cuestionados por quienes lideran las encuestas para las elecciones del 27 de mayo. Por un lado, quien va en segundo lugar, el izquierdista ex alcalde de Bogotá Gustavo Petro, critica abiertamente el modelo económico y exige una Asamblea Constituyente para cambiar principios fundamentales de la economía. No son pocos los que lo tildan de ‘castrochavista’. Por otro lado, el favorito para ganar la elección –Iván Duque, discípulo del ex presidente Álvaro Uribe– plantea renegociar aspectos cruciales del pacto con las FARC, lo que podría poner en riesgo el acuerdo en su conjunto y, en el camino, el legado de Santos.

Sin embargo, no todo es color de rosa en Colombia. Frente al relato del progreso económico se erigen las voces de quienes se oponen a un modelo que convive con niveles de desigualdad económica inaceptables, y están enfurecidos por los casos de corrupción identificados en la administración actual, incluidos los tentáculos de Odebrecht. En la derecha, el pacto con la guerrilla equivale para muchos a una impunidad que no hace justicia a los cientos de miles de víctimas de cinco décadas de violencia.

Mientras tanto, en las tierras de Bolívar los problemas de sus vecinos son mirados con envidia. Son pocos los casos en la historia del último siglo en que países tan ricos se hayan deteriorado económicamente con tanta rapidez como Venezuela en el último lustro. Y ahí es donde uno no puede dejar de preguntarse si Colombia no podría hacer más por resolver la crisis humanitaria de su vecino. La región necesita un acuerdo que facilite la emigración de ciudadanos venezolanos, en el que todos pongan el hombro en la acogida y la inmigración no se concentre solo en un puñado de países. El acuerdo debería, además, incluir facilidades para la integración laboral y social de los migrantes. Colombia, como principal país receptor, está llamado a liderar ese esfuerzo.