Recientemente, el pleno del Congreso ha aprobado en primera votación un proyecto de ley en materia electoral. (Foto: Archivo El Comercio)
Recientemente, el pleno del Congreso ha aprobado en primera votación un proyecto de ley en materia electoral. (Foto: Archivo El Comercio)
Editorial El Comercio

Las elecciones generales del 2016 serán recordadas por una serie de sucesos rocambolescos que impidieron tener certeza siquiera de quiénes serían los candidatos válidos en la cédula de votación a escasos días del sufragio.

Problemas con el calendario electoral, las fechas límites para desistir de candidaturas, los requisitos de inscripción, entre otros, contribuyeron al panorama de incertidumbre que reinó entonces. Pero quizá ningún otro aspecto haya puesto en la cuerda floja a más postulantes a parlamentarios, presidente y vicepresidentes que la norma que estableció una prohibición a la entrega o promesa de entrega de dádivas a electores y que penalizaba dicha conducta con la expulsión del candidato transgresor.

El contexto apresurado y poco reflexionado en que se aprobó dicha ley, sumado a la falta de difusión y conocimiento entre los partidos políticos y a la formulación draconiana que no establecía ningún tipo de gradualidad entre los distintos escenarios que podían presentarse, crearon la tormenta perfecta que amenazaba con restarle seriedad y hasta legitimidad a los comicios. Y precisamente por ello, se advertía desde entonces, este asunto tendría que haber sido uno de los primeros puntos en la agenda de reformas electorales pendientes por trabajar en este Congreso.

Así, recientemente el pleno del Congreso ha aprobado en primera votación un proyecto de ley que aprueba algunas modificaciones legislativas a este tema en particular y otros conexos.

Resaltan positivamente las medidas que se buscan adoptar con este proyecto para dar mayor claridad a los aportes que reciben las organizaciones políticas, al exigir que todos ellos sean correctamente identificados, y bancarizados cuando superen una (1) UIT, así como también la posibilidad de que la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) pueda solicitar información para sus investigaciones a la ONPE. Y por ello mismo, llama la atención que se haya prohibido del todo la posibilidad de que personas jurídicas con fines de lucro puedan realizar aportes, cuando lo que se necesitaría es más compromiso transparente de las empresas con la vida política del país y no canales subrepticios (y no declarados) para hacer llegar sus caudales como los que hemos ido descubriendo en los últimos meses.

Y en relación con el asunto de las dádivas, las modificaciones propuestas parecen quedarse cortas en cuanto a los problemas que se pretende atacar. Por un lado, los integrantes de la comisión parlamentaria encargada de presentar la nueva ley se han reafirmado en la prohibición de la entrega de las dádivas (exceptuando los bienes de consumo “individual e inmediato” en eventos proselitistas y los artículos publicitarios, ambos que no excedan los S/12,15) y también han implementado un sistema de gradualidad, castigando la primera violación de la ley con una multa de 30 UIT y con la expulsión del proceso electoral al reincidente.

Esta nueva escala, sin embargo, solamente se basa en la cantidad de contravenciones y no en su magnitud. Así, por ejemplo, no es lo mismo que un candidato regale gorras de merchandising que superen el tope legal, que otro entregue dinero en efectivo con el propósito de comprar votos.

Del mismo modo, el hecho de que la sanción de expulsión se pueda aplicar a quien comete una segunda falta únicamente después de que la primera multa haya sido impuesta y quedado firme –lo cual, considerando los recursos administrativos y judiciales disponibles, podría suceder varios años después de que terminaron las elecciones–, hace pensar que el desincentivo de la expulsión podría quedar en letra muerta.

Finalmente, haber dispuesto que la sanción económica solo aplique a los candidatos y no al partido que los cobijó en sus listas hace poco por generar mayor responsabilidad y supervisión en las agrupaciones políticas. Una suerte de autoindulgencia que no conviene si se quiere limpiar la política de ciertos personajes “dadivosos”.