Editorial: El diablo está en los detalles
Editorial: El diablo está en los detalles

La expresión que sirve de título a este editorial normalmente se utiliza para describir un proceso en el que los grandes componentes o ideas funcionan, pero que termina finalmente fracasando porque elementos de menor jerarquía hacen la labor imposible. La popular frase, sin embargo, toma un carácter especial cuando se trata de la burocracia peruana.

Esta semana, la Cámara de Comercio de Lima (CCL) publicó un trabajo en el que revela que solo en el primer semestre del año pasado los empresarios peruanos perdieron US$56 millones en trámites para crear una compañía. Según Hernán Lanzara, representante de la CCL, los sectores más afectados son los microempresarios, pues “hay un gran embalse de trámites que tienen más de dos años”. En el mismo sentido, Ciudadanos al Día (CAD) estima que los peruanos pierden en promedio una hora con 45 minutos en realizar un trámite en instituciones estatales.

Más allá del desperdicio de tiempo y recursos que los altos niveles de burocracia infligen en los ciudadanos, el exceso de papeleo y trámites tiene un costo adicional a veces poco visible pero igualmente significativo: la oportunidad para actos de corrupción. 

En efecto, la corrupción más extendida por el Perú no es necesariamente aquella a gran escala de la que hablaron prolongadamente los candidatos en el foro organizado por Proética hace apenas unos días. La enorme coima pagada para determinar al irregular ganador de la concesión para una gran obra pública, y de la que tanto se ocupa hoy la discusión política, es un problema grave, pero no lo es menos la infinidad de coimas de mucho menor cuantía que deben pagar los ciudadanos promedio para acceder a los servicios estatales básicos. 

El pago para obtener licencias municipales de funcionamiento sujetas a requisitos arbitrarios; el desembolso extra para completar con éxito una solicitud que carece de un proceso claro en determinado ministerio; el incentivo adicional al agente encargado para evitar incurrir en mayores costos al momento de importar algún producto; en fin, todas circunstancias en las que la maraña burocrática y la falta de transparencia crean el ambiente de opacidad perfecto para que inescrupulosos funcionarios obtengan rentas ilegales.

La historia no es del todo novedosa. Ya el año pasado el presidente de la Sociedad Nacional de Industrias (SNI), Luis Salazar, mencionó que la corrupción es el principal problema del Estado y que la burocracia se ha convertido en un “caldo de cultivo para el pago de coimas”.

Según la Universidad del Pacífico (UP), previsiblemente, “el análisis de la relación entre la burocracia y la corrupción muestra que mayores niveles burocráticos incrementan los pagos realizados por conceptos de coima”. La corrupción, en su aspecto más cercano al ciudadano común, limita el acceso de la población menos favorecida a servicios públicos. Para los investigadores de esta casa de estudios, “los pobres tienden a gastar una proporción mayor de sus ingresos por concepto de coimas exigidas por los funcionarios públicos en servicios escasos para ellos”. 

En la lucha decidida contra la corrupción, entonces, no basta con regular mejor las grandes compras estatales o reformar el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), como proponen algunos candidatos. Reducir la corrupción requiere cortar decididamente los trámites burocráticos que no solo traban las inversiones, sino que promueven las oportunidades para que funcionarios públicos de menor jerarquía aprovechen la complejidad del aparato estatal en beneficio propio. 

El resultado es un sistema infestado de pequeños actos de corrupción, que excluye a los más pobres del acceso a servicios básicos, y que erosiona la confianza y el respeto de los ciudadanos en sus propios representantes. Verdaderamente, una nueva y triste manera de ver al diablo en aquellos detalles innecesarios de la ‘tramitología’ local.