Editorial: Errores voluntarios
Editorial: Errores voluntarios

Si la admisión de culpas es para cualquier ciudadano de a pie un trance doloroso, para los políticos en campaña resulta sencillamente un suplicio sin nombre. Esto, porque una reflexión elemental le sugiere al votante medio que no le conviene respaldar para un cargo de elección popular a quien ya hizo un mal uso del mismo.

Cuando esas culpas y responsabilidades están a la vista y registradas en la historia, sin embargo, los políticos se ven obligados a darle alguna cabida al ingrato ejercicio, pues ignorarlo los haría lucir como unos caraduras dispuestos a repetir sus faltas o atropellos no bien alcancen nuevamente la posición de poder a la que aspiran. El dilema para ellos, entonces, consiste en cómo reconocer tales pecados sin quedar completamente pringados por ellos.

Pues bien, la más frecuente de las soluciones que los candidatos le han encontrado a este problema es darles a esos viejos lamparones en el récord político personal o de la organización que representan un nombre tolerable y susceptible de merecer comprensión y excusas. A saber, el nombre de ‘error’. Errar, después de todo, es humano; y nadie en su sano juicio puede pretender que los gobernantes escapen a ese designio.

En esa línea, “errores” es lo que dice haber cometido cuando causó una descomunal hiperinflación o trató de estatizar la banca en su primer paso por el poder, y “errores” es lo que considera que “se cometieron” –nótese el sugestivo uso del impersonal– durante el gobierno de su padre. Es verdad que, en el caso de la lideresa de Fuerza Popular, ha existido también la admisión de que se produjeron delitos durante la década de 1990. Pero en ningún momento ha hecho ella el discernimiento fino de cuáles serían a su juicio los errores y cuáles los delitos, ni ha aclarado tampoco quién habría sido específicamente el autor de unos y otros.

Los errores, no obstante, presentan una característica que no se ajusta a ninguno de los hechos reprobables producidos durante las referidas administraciones: tienen que ser la consecuencia indeseada de una determinada acción, y no un acto conscientemente perjudicial o contrario a un determinado orden que se admite como adecuado. Quien comete un error cree que está obrando bien, pero es traicionado por la falta de conocimiento o por una falla en el razonamiento que preside su proceder.

Comete un error quien suma 7 + 8 y ofrece como resultado 14, o quien postula que la capital de Ecuador es Guayaquil, íntimamente convencido de que está en lo cierto. Pero no quien, por ejemplo, sabe que la palabra ‘democracia’ se escribe con ‘c’ y deliberadamente la escribe con ‘z’. En el momento en que hay voluntad de por medio, el hecho negativo a calificar deja de ser un error para convertirse en puro y simple dolo.

¿Es un error incrementar e incrementar la masa monetaria de un país mientras su riqueza no crece, a sabiendas de que ello alimentará una inflación ya desbordada? ¿Lo es intentar estatizar el sistema financiero como una supuesta represalia contra un sector empresarial que no invirtió en la economía local como un presidente habría querido?

¿Son errores disolver el Congreso e intervenir el Poder Judicial y el Ministerio Público inconstitucionalmente? ¿Lo serán quizá impulsar una ley de “interpretación auténtica” para forzar un ilegítima re-reelección y descabezar a los magistrados del Tribunal Constitucional que la objeten? ¿Merece acaso esa calificación el retiro ilegal de la nacionalidad a un empresario de televisión naturalizado peruano para dejar su canal en manos de unos socios más amables con el régimen de turno?

Difícilmente, porque en todos y cada uno de esos actos hubo de parte de quien gobernaba –Alan García o – perfecta conciencia del daño que se estaba causando a la economía, a la institucionalidad del país o a las víctimas de las medidas arbitrarias. Que no vengan, entonces, a llamar ahora a esos atropellos y calamidades con eufemismos que pretenden diluir las responsabilidades y las culpas. Si los postulantes que representan a esas fuerzas políticas aspiran a recibir la confianza ciudadana, harían bien en empezar a llamar a las cosas por su nombre.