(Foto: EFE/Captura de pantalla).
(Foto: EFE/Captura de pantalla).
Editorial El Comercio

Que en buena parte de la izquierda peruana existe un doble rasero para medir las dictaduras es un dato bien conocido. Si las encabeza o encabezó un tirano que consideran ‘de derecha’ –Pinochet o Fujimori–, no dudan en condenar sus atropellos y solidarizarse con las víctimas. Pero si la satrapía está en sintonía con sus preferencias ideológicas –como sucede con la que existe hace más de medio siglo en Cuba o la que padece actualmente Venezuela– se llenan de excusas para justificarla.

La ex candidata presidencial del Frente Amplio Verónika Mendoza dio muestras de ello durante la campaña del año pasado, al ensayar sistemáticamente contorsiones retóricas para no condenar al chavismo (“no es una dictadura porque no hubo golpe de Estado” y otras fórmulas por el estilo). Y no menos propensos a la generación de coartadas fueron los congresistas y otros dirigentes de esa opción política, por ejemplo, cuando murió Fidel Castro. (No estuvo “libre de controversias políticas”, fue todo lo que se atrevieron a decir sobre ese sanguinario dictador en la carta de condolencias que dirigieron al embajador cubano).

Lo que hasta hace poco podía considerarse ambigüedad o silencio cómplice, sin embargo, ahora, por boca del congresista Manuel Dammert, se ha transformado en un abierto ejercicio de nostalgia estalinista. Antes de ayer, efectivamente, el integrante del bloque parlamentario identificado como Nuevo Perú emitió un pronunciamiento sobre la situación que vive Venezuela en estos días que parece arrancado de una página del “Pravda” de los años cuarenta, o de algún comunicado retocado por la Stasi (el órgano de inteligencia de la antigua Alemania Oriental) antes de que los ladrillos del Muro de Berlín le cayeran en la cabeza.

Como se sabe, el régimen de Maduro, que hace años encierra y tortura opositores, agrede a la prensa independiente y viola constantemente su propio orden constitucional, ha realizado en estos días una parodia de elecciones para una Asamblea Constituyente irregularmente convocadas y que no tienen otro propósito que neutralizar el poder legítimamente obtenido en las urnas por la mayoría opositora de la actual Asamblea Nacional (el Congreso de ese país). Y por ello enfrenta desde hace meses una protesta que ya ha cobrado más de 120 vidas.

Como para celebrar la ocasión, además, ha vuelto a apresar a Leopoldo López y Antonio Ledezma (líderes de la resistencia que ya estaban con prisión domiciliaria) so pretexto de un presunto “plan de fuga” y los ha conducido a un paradero desconocido.

Pues bien, con semejante evidencia de abusos y violaciones de derechos humanos delante de los ojos, el legislador Dammert ha proclamado en su pronunciamiento que la mojiganga electoral del último domingo en Venezuela (con datos de participación manipulados, según la propia empresa que suministró la tecnología para la votación) ha sido “una jornada en la epopeya democrática de un pueblo por su libertad, la soberanía y la paz”, y ha responsabilizado de la violencia desatada en las calles al “terrorismo fascista que […] promueve saqueos y realiza boicot económico para trastocar la vida cotidiana” y provocar así una respuesta de las Fuerzas Armadas bolivarianas “para justificar la invasión militar yanqui”. Todo esto matizado, por lo demás, con referencias a los ‘corifeos’ de tales intereses “que usurpan la Secretaría General de la OEA” y acusaciones sobre “las maniobras injerencistas, imperialistas de Trump y sus lacayos”.

Una auténtica defensa, en suma, del último episodio de la supresión del Estado de derecho en Venezuela, fraseada en una retórica que evoca los días más duros de la guerra fría y que define inequívocamente el perfil político del congresista Dammert… Pero no solo el suyo.

La pieza estalinista, seamos claros, compromete también a los otros integrantes de su bloque parlamentario y a sus eventuales candidatos a cualquier posición de gobierno, que no han sabido o querido deslindar con ella, y por eso tendrán ahora que hacerse cargo de la contradicción que supone bregar por un supuesto nuevo Perú con un discurso tan viejo y autoritario.