(Foto: Presidencia Perú).
(Foto: Presidencia Perú).
Editorial El Comercio

El 7 de junio del año pasado, mientras aún se contaban los votos de la segunda vuelta electoral que enfrentó a y , advertíamos que, con independencia de quien resultara ganador, tanto al país como a los representantes de Peruanos por el Kambio (PPK) y Fuerza Popular (FP) les convenía que ambos retrocedieran en los excesos retóricos que caracterizaron el último tramo de la contienda electoral y bajaran la temperatura del enfrentamiento político.

Y una vez conocido el desenlace que proclamaba al señor Kuczynski como nuevo presidente de la República y al fujimorismo como la fuerza mayoritaria en el Congreso, señalábamos que los líderes de PPK y FP habían sido colocados en una situación de corresponsabilidad por el quinquenio 2016-2021 y que la mejora o el deterioro de la vida de los peruanos dependería, en gran medida, de que ambas organizaciones pusieran los intereses del país por encima de cualquier otra división.

Transcurrió más de un año, sin embargo, y ni el encrespamiento político amainó ni se consiguió un ambiente de sosiego mínimo entre las agrupaciones que lideraban los poderes Ejecutivo y Legislativo de modo tal que pudieran emprenderse las grandes reformas que el país necesitaba, o que se generara la confianza en el sector privado necesaria para reactivar la economía.

Por eso, la entre Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori era tan esperada, y permite abrigar siquiera una dosis de optimismo. Porque fue la primera vez en que la lideresa de FP tomó la iniciativa de convocar al diálogo y en un tono conciliador (una señal, quizá, del reconocimiento de que sus propios seguidores y la ciudadanía en general esperan de ella una actitud madura y propositiva). Porque los participantes del cónclave tuvieron oportunidad de dialogar por más de dos horas y media. Porque, a ojos de la opinión pública, era indispensable ver que los líderes políticos del país eran capaces de cambiar un ambiente de hostilidad por uno de distensión.

Pero la cita de esta semana no habrá servido de nada si no se materializa en acuerdos concretos que favorezcan al país. Un compromiso mínimo al que no debería ser difícil arribar si se toma en cuenta que las dos organizaciones políticas involucradas presentaban mayores coincidencias que diferencias de fondo en cuanto a sus propuestas de gobierno. ¿Acaso sorprendería a alguien que ambos partidos fomenten decididamente la inversión privada? ¿O que ayuden a desbrozar las trabas burocráticas que hoy ralentizan miles de millones de soles en proyectos de inversión pública y pública-privada? ¿No tendría sentido que tanto el Legislativo como el Ejecutivo respalden los incipientes avances en seguridad ciudadana o educación, en lugar de perder el tiempo en pullas de naturaleza accesoria?

En otras palabras, lo que toca ahora es que el diálogo que finalmente empezó el martes no termine, sino que se mantenga vigente, y que la apertura de las vías de comunicación entre las dos principales fuerzas políticas se haga patente con declaraciones, votaciones y actitudes concretas.

Probablemente, aún subsistan las voces tanto dentro del oficialismo y el fujimorismo como desde cierto sector de la opinión pública que apuesten por la confrontación descarnada como forma cotidiana de hacer política. Pero si de algo puede haber servido el año desaprovechado es de contundente evidencia de que esta situación solo lleva al estancamiento nacional y al desprestigio de quienes participan de una insensata guerra de guerrillas políticas.

Un país que deja de crecer económicamente al punto de prácticamente no reducir la pobreza que aún padecen más de 6 millones de peruanos no puede darse el lujo de perder cuatro años más. Y, ciertamente, ni el presidente Kuczynski ni la señora Fujimori están en condiciones de añadir ese pasivo a su legado ni a su futuro.