Editorial: La segunda certeza
Editorial: La segunda certeza

Esta semana, renunció a la jefatura de la , cargo que ocupó por cuatro años. En su reemplazo estará , contador público y ex superintendente nacional adjunto de Desarrollo Estratégico de la misma institución. “Hay etapas y ciclos que se vienen cumpliendo”, declaró escuetamente Quispe sobre las razones de su alejamiento del organismo público. 

Es justo reconocer que en los últimos años la institucionalidad y la eficacia de la Sunat han experimentado avances importantes. En relación con lo primero, no es baladí que el nuevo responsable del ente recaudador sea un funcionario de carrera con más de 20 años en el organismo y mano derecha de la anterior jefa de la Sunat. Su equipo más cercano de trabajo, además, tiene similar trayectoria. Estos hechos, sumados a la relativamente larga permanencia en el cargo de la señora Quispe (recordemos que en etapas anteriores tuvimos hasta cinco cabezas de la institución en menos de un año), apuntan a una apuesta por procesos de cambio institucionalmente responsables capaces de mantener líneas de acción de mediano y largo plazo.

Por el lado de la eficacia, la Sunat llevó la presión tributaria –estimada como el porcentaje que representan los tributos recaudados sobre el PBI nacional– de 15,4% en el 2010 a 16,6% en el 2014 a pesar de la desaceleración económica. Lo meritorio de los esfuerzos acometidos es que se orientaron a ampliar la base tributaria, que pasó de 5,1 millones de contribuyentes en el 2010 a 7,1 millones en el 2014.

Pese a estos avances, el señor Ramos tiene enormes retos por delante. Por ejemplo, la amplia discrecionalidad de la que dispone la Sunat –a través de la llamada ley antielusión y otros instrumentos– para interpretar normas, determinar faltas y sancionar promueve la inestabilidad jurídica de los contribuyentes. Asimismo, la antigüedad de los sistemas informáticos usados –algunos de la década de 1990–, la complejidad innecesaria de los trámites y la demora consiguiente presentan la imagen de una institución renuente a modernizarse y a hacer más fácil el pago de impuestos a los ciudadanos. Según el Banco Mundial, por ejemplo, mientras que los contribuyentes de los países de la –club al que el Perú quiere pertenecer– destinan 175 horas al año en promedio en pagar impuestos, los contribuyentes nacionales destinan 293 horas al mismo fin.

Estas limitaciones explican, en alguna medida, el altísimo nivel de informalidad de la economía peruana. Según el INEI, son informales más del 90% de las empresas nacionales y aproximadamente tres de cada cuatro trabajadores. Buena parte de la responsabilidad recae en costosas e ineficientes regulaciones en materia tributaria y laboral sobre las que la Sunat no tiene mayor injerencia, pero las prácticas del ente recaudador –a veces arbitrarias y excesivas– no deben convertirse en un obstáculo más para la formalidad, sino que más bien deben acompañar y apoyar a los empresarios y trabajadores a cumplir con sus deberes tributarios.

Y es que no se trata únicamente de mejorar la recaudación tributaria. La informalidad socava las bases del crecimiento productivo de las empresas y condena a sus propietarios y trabajadores a situaciones de precariedad y bajos ingresos. Además, desde una perspectiva más amplia, la formación de una conciencia ciudadana en la que los contribuyentes exigen un sector público eficiente como contraprestación por sus impuestos se ve minada cuando la informalidad, la elusión y la evasión campean. Existe, por supuesto, menos interés por vigilar que el dinero de los impuestos sea bien invertido cuando son pocos los que los financian. 

Benjamín Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, decía que hay solo dos cosas seguras en la vida: la muerte y los impuestos. Para la mayoría de peruanos, por el momento, existe una sola certeza, y depende en parte de la Sunat que alcancemos la segunda.