(Foto: Andina)
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Editorial El Comercio

Para la mitad del país que se inclinó por la opción política ofrecida por el renunciante presidente Kuczynski cuando candidato la sensación es de decepción. El abrupto término de su mandato en medio de escándalos y preguntas que permanecen sin resolver da forma final a un triste episodio que dejará huella. Pero la decepción no solo es política; para un equipo de gobierno que se presentó como ducho en el manejo económico, los indicadores de crecimiento, generación de empleo, formalización y otros tantos son especialmente decepcionantes.

Con pocos matices, estos han sido veinte meses perdidos para la economía nacional. Casi no hay aspecto económico que se salve de esta afirmación. Lo que es aun más grave, estos pobres resultados se alcanzaron en un contexto de buena demanda internacional y elevados precios de nuestras exportaciones –cuando el cobre y el zinc, por ejemplo, llegaban a su cotización más alta en una década–. Ni los llamados vientos de cola del sector externo, que tanto han ayudado en otras ocasiones, lograron a sacar a la economía del marasmo en que se hallaba.

La información disponible indica que el débil crecimiento económico ha sido largamente insuficiente para cumplir con dos de los principales objetivos de política pública que tiene el país: generar empleo formal y reducir la tasa de pobreza. La expansión del PBI de solo 2,5% del año pasado significó que, según el INEI, el empleo formal haya caído 2,8% en el sector urbano en ese período. Es decir, y muy lejos de generar los 300.000 puestos de trabajo formales por año que se prometió a inicios del gobierno, el resultado anual fue negativo. Las cifras oficiales de pobreza del 2017 aún no están disponibles, pero –en vista de resultados anteriores– no sería sorprendente que esta se haya mantenido igual que el 2016.

El crecimiento proyectado para este y el próximo año se sustenta en buena cuenta en el impulso de la inversión pública –sobre todo a partir de la reconstrucción del norte del país–. La obvia pregunta es: ¿quién ejecutará las obras pendientes? ¿Los ministros, que recién estarán asentándose en el cargo en poco más de una semana y necesitarán tiempo para revisar su cartera? ¿Las instancias subnacionales –regionales, provinciales y distritales–, que pasarán un período electoral en octubre? ¿El sector construcción, que viene fuertemente golpeado por los escándalos de corrupción? Las respuestas no son fáciles y apuntan a una potencial postergación de la inversión pública.

Por su lado, el Congreso ha contribuido muy poco en generar condiciones de crecimiento necesarias. La reciente aprobación en la Comisión de Trabajo del dictamen para eliminar el régimen de Contrato Administrativo de Servicio (CAS) es solo una muestra más del populismo económico que ha impregnado la labor parlamentaria desde el inicio.

La situación, pues, es seria. La economía requiere un golpe de timón y voluntad política real para sacar adelante las reformas que llevan pendientes varios años. Ninguna economía puede funcionar con un mercado de trabajo mayormente informal, con un sector productivo ahogado en trámites, licencias y tasas, con una fuerza laboral pobremente educada y desconectada de las necesidades de las empresas modernas, con un sector público displicente y poco eficiente; en fin, ninguna economía puede funcionar así.

El señor Vizcarra asume la presidencia en un contexto difícil, pero no es muy tarde para trazar un nuevo rumbo económico hacia el bicentenario, para el segundo tiempo. Las fuerzas políticas le darían un espacio –por lo menos inicialmente– para plantear su agenda, el empuje externo sigue presente y la ciudadanía también está a la expectativa. Lo que está en juego no es poco.