(Foto: Anthony Niño de Guzmán / El Comercio)
(Foto: Anthony Niño de Guzmán / El Comercio)
Editorial El Comercio

Hace apenas dos días, opinábamos aquí que la reunión de la Comisión Lava Jato con el presidente Kuczynski, a celebrarse en esa misma jornada, debía ser para las dos partes algo más que un enojoso trámite a cumplir para poder dar paso a lo inexorable: la votación de la nueva moción de vacancia presidencial sobre la base de posiciones ya adoptadas.

La referida sesión, en efecto, estaba llamada a arrojar nuevas luces sobre la materia que la comisión investiga, pero, de acuerdo con lo anunciado por los voceros de distintas bancadas parlamentarias, también a aportar elementos que pudieran definir el apoyo o rechazo de cada una de ellas a la mencionada iniciativa. Para el jefe de Estado era, pues, una oportunidad de persuadir, con precisiones y detalles aún no revelados, a algunos de los sectores que hasta ese momento no parecían dispuestos a respaldarlo en la votación de este jueves. Y para los legisladores de toda denominación, una ocasión de hurgar en lo que todavía no tuvieran claro sobre los pasados vínculos entre Odebrecht y el actual mandatario; pero, al mismo tiempo, de escuchar sin prejuicios los argumentos con los que él procura demostrar que no ha incurrido en una conducta que lo perfile como un incapaz moral permanente.

Pues bien, la cita se produjo y duró casi ocho horas, que, a no dudarlo, han de haber sido extenuantes. Pero, aunque tuvo lugar a puerta cerrada y no es dominio público qué fue exactamente lo que se dijo o se dejó de decir en ella, a juzgar por lo declarado por cada una de las partes tras la reunión, el ejercicio resultó estéril.

Mientras que el presidente afirmó a través de su cuenta de Twitter: “Con apertura democrática respondí a todas las interrogantes de la Comisión Lava Jato” (una versión de los hechos secundada frente a la prensa por el único miembro oficialista del grupo de trabajo parlamentario, Gilbert Violeta), otros asistentes –como Mauricio Mulder (Apra), Víctor Andrés García Belaunde (Acción Popular) y hasta la propia presidenta de la comisión, Rosa Bartra (Fuerza Popular)– han sostenido en diversos tonos que el jefe del Estado respondió de manera reiterativa, general y evasiva.

Como es obvio, las dos cosas no pueden haber ocurrido, lo que sugiere que el evento tuvo una naturaleza esencialmente política; esto es, de bandería partidaria o de facción con relación a la trascendental decisión que debe adoptarse el jueves. O, dicho de otra forma, fue una manera de ganar –o más bien, perder– tiempo mientras se evaluaban las consecuencias políticas de pronunciarse el 22 en un sentido o el otro.

Como en una carrera de circuito, se diría que durante ocho horas los legisladores y el presidente dieron fundamentalmente vueltas en torno a lo mismo: a lo que ya había expresado antes cada uno de ellos, sin auténtica esperanza de cambiar el punto de vista de quien escuchaba desde el otro extremo. Y como en una carrera de circuito, también, se hace difícil distinguir quién aventajó a quién.

Si volvemos entonces a la reflexión que motivaba nuestro editorial del viernes, resulta claro que aconteció exactamente lo que temíamos: la sesión se transformó en un mero trámite enojoso a ser superado para poder encarar el trance de la vacancia sin que nadie pudiera objetar luego ánimo de evasión, por un lado, o festinación ‘express’ del debido proceso, por el otro. Un triste homenaje a la peruanísima tradición de las oportunidades perdidas.

De más está decir que no nos alegra haber anticipado el riesgo. Lo que se define esta semana con respecto al futuro del país es mucho más que quién le gana la mano a quién en una compulsa por el poder. Eso, en el mejor de los casos, es anecdótico.

Aquí lo que importa es definir de la manera más certera y objetiva posible si el trauma que supone vacar a un presidente constitucional –cualquiera que sea su nombre– se justifica a partir de los hechos o conductas que se le imputan. Y la sesión del viernes no ha servido para eso.