"El capital en el siglo XXI está más difundido, más desconcentrado de lo que Piketty parece dispuesto a admitir". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"El capital en el siglo XXI está más difundido, más desconcentrado de lo que Piketty parece dispuesto a admitir". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Iván Alonso

“El Capital en el Siglo XXI”, el libro que hizo mundialmente famoso al economista francés Thomas Piketty, fue uno de los más vendidos del año 2014 y, por cierto, uno de los más comentados, aunque no necesariamente de los más leídos. Ahora ha vuelto a ser noticia con la publicación del “Anti-Piketty”, una colección de ensayos escritos por un grupo de economistas, historiadores y expertos fiscales de distintos países, que ponen en tela de juicio sus supuestos y sus conclusiones.

Piketty intenta demostrar, como quien no quiere la cosa, que “la dinámica de la acumulación del capital privado lleva inevitablemente a la concentración de la riqueza en cada vez menos manos”. Puede que sí, puede que no, es lo que le dicen los datos recopilados sobre la distribución del ingreso y la propiedad en Norteamérica, Japón y Europa occidental a lo largo de un siglo. Pero finalmente, sentencia, “no hay ningún proceso natural, espontáneo para prevenir que las fuerzas desestabilizadoras, desigualitarias prevalezcan permanentemente”.

El argumento en favor de esta tesis se reduce a una desigualdad matemática: r > g. Lo que con esto quiere decir es que la rentabilidad del capital (r) es mayor que el crecimiento económico (g, por “growth”). Y lo que insinúa es que la riqueza que se transmite por herencia de generación en generación crece más rápido que la producción y los ingresos del común de los mortales. Pero, así como es de concisa y contundente, la fórmula r > g también es admirable porque encierra, en su brevedad, varias falacias.

En primer lugar, su continuidad en el tiempo es un imposible matemático. La rentabilidad del capital es sólo una parte del ingreso nacional. Y una parte no puede crecer indefinidamente más rápido que el todo sin llegar a ser eventualmente más grande que el todo. Para que las utilidades empresariales sean mayores que el ingreso nacional, las rentas del trabajo tendrían que ser negativas. Los trabajadores tendrían que pagar por trabajar, en lugar de recibir un pago.

En segundo lugar, aunque la rentabilidad del capital sea mayor que el crecimiento económico, eso no significa que la riqueza se acumule y se concentre cada vez más. No tiene ningún sentido reinvertir todas las ganancias para hacer crecer una fortuna que nunca se disfruta. Ni el más rico de los ricos se abstiene de consumir una parte de sus rentas. Se puede obtener una alta rentabilidad sin necesariamente hacer crecer la fortuna familiar y hasta dilapidándola.

La tercera falacia de Piketty es suponer que hay “una” tasa de rentabilidad, cuando, en realidad, son muchas. Cada inversión en particular, en cada momento del tiempo, tiene su propia rentabilidad. Algunas rinden más que la tasa de crecimiento económico (r > g); otras rinden menos (r < g). Es ridículo pensar que todas las fortunas familiares crecerán a la misma velocidad y siempre más rápido que el resto de la economía.

Por último, la fórmula r > g no implica nada acerca de la concentración de la riqueza en pocas manos. Piketty asume que los “ricos” son los únicos que tienen capital. Pero mire usted a su alrededor. Vaya a la bodega o súbase a una combi, y pregúntese quién es el dueño del negocio y dónde vive. El capital en el siglo XXI está más difundido, más desconcentrado de lo que Piketty parece dispuesto a admitir. Gracias, precisamente, al capitalismo.