La revolución ignorada, por Carlos Adrianzén
La revolución ignorada, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

Muchas cosas buenas han pasado en nuestro país en los últimos años. Según el , en los últimos diez años, alrededor de 5 millones de peruanos alcanzaron un empleo adecuado con ingresos 15,6% mayores mientras 7 millones dejaban de ser pobres (lapso en el que la población pasaba de 27 millones a 30 millones).

El correlato macroeconómico de esta evolución tenía como fondo una inflación moderada y el crecimiento recurrente del y la inversión privada (cuyas tasas anuales promedio en soles de 1994 arrojaban 6,6% y 12,5%).

¿Qué pasó? No olvidemos que a inicios de los años 90 nuestro país tenía niveles de vida casi africanos , donde el empleo adecuado absorbía el 7,8% de nuestra fuerza laboral y en el cual las dos terceras partes de la población caían debajo de la línea de incidencia de la pobreza.

¿Qué ha pasado desde entonces? Sin duda, mantener niveles aceptables de estabilidad nominal todos estos años e implementar algunas reformas de mercado que permitieron una moderada apertura comercial de nuestra economía ayudó. También ayudó un marco constitucional mucho menos torpe que el de la , así como el .

Algo más cambió en nuestro país. Una revolución que no queremos notar. En tiempos donde el progreso tecnológico es poco amistoso con la gente no educada y donde hay empleo creciente para la población educada, nos pasó algo de lo que nunca hablamos (quizá por sesgos ideológicos profundamente arraigados en las mentes de electores y de la clase política local).

Revisando las cifras peruanas en la base de Indicadores de Desarrollo global del descubrimos que –desde que se promulgó la Ley de Promoción de la Inversión Privada en la Educación– se dio un salto significativo en la matrícula terciaria (institutos y universidades). Que salta de una tasa de 25,6 a 43,6. Gracias a este evento, nuestro acervo de gente educada creció en montos que posibilitaron el aludido crecimiento.

Este salto en la oferta local de gente educada ha tenido sus contraindicaciones políticas. Hemos pasado de un universo de educación superior hiperregulado, calidad dispersa y propiedad mayoritariamente estatal (donde se dividían el mercado entre unas pocas cooperativas privadas con fines de lucro implícito y entes estatales), hacia otro en el que persiste la hiperregulación, la calidad académica dispersa pero en el que la abierta competencia –entre entes estatales, cooperativas privadas con fines de lucro implícito y universidades privadas con fines de lucro– ha cambiado severamente la oferta de educación superior hacia lo privado.

Hoy tenemos la oportunidad de mejorarlo todo con mayor libertad académica. Es decir, desmontando regulaciones, subsidiando a la demanda y/o asignando presupuestos educativos por resultados. Es decir, profundizando la competencia.

Tenemos, por supuesto, también la opción de echarlo todo a perder con mayor intervención estatal a nombre de una homogeneización de la calidad académica hacia los deplorables niveles estatales promedio (o, acaso, ¿algún lector cree que la autoridad del aparato estatal se atreverá a desacreditar a alguna institución estatal?).

Y de paso, nótelo, sin cambios en la competencia que elevan la oferta y discriminan las calidades por el mercado, solo estamos hablando de que el gobierno de turno recupere el control político de nuestras universidades e institutos.