“Enfrentamos, pues, una paradoja: no queremos que se graben las conversaciones sin consentimiento, pero queremos conocer su contenido cuando revelen hechos de interés público”. (Composición: capturas de videos)
“Enfrentamos, pues, una paradoja: no queremos que se graben las conversaciones sin consentimiento, pero queremos conocer su contenido cuando revelen hechos de interés público”. (Composición: capturas de videos)
Andrés Calderón

Dos videos. Dos presidentes. Dos renuncias. 

La difusión del video Kouri-Montesinos hace 18 años desembocó en la renuncia de Alberto Fujimori y el fin de la dictadura. La divulgación de los ‘kenjivideos’ hace unos días arrinconó a Pedro Pablo Kuczynski, quien renunció antes de ser vacado por el Congreso.  

Hace unas semanas se discutía la filtración de transcripciones, audios y videos en poder de la fiscalía dentro del Caso Lava Jato. Hoy nadie cuestiona que se haya difundido las conversaciones subrepticiamente grabadas por el congresista Moisés Mamani. Nadie salvo, quizá, algún descolocado ppkausa.  

En cambio, sí ha habido cierta controversia sobre las grabaciones en sí mismas, realizadas sin conocimiento de los interlocutores. En la medida en que el registro fue realizado por uno de los intervinientes en la conversación (Mamani) y dado el interés público de su contenido (un posible delito asociado con la compra de votos de congresistas), los videos deberían ser considerados lícitos e incluso admisibles como pruebas en un proceso judicial, de ser el caso. Para ello, claro está, los videos deben entregarse completos y sin alterar. Editores empedernidos, abstenerse.  

Cabe preguntarse, sin embargo, ¿quién conversaría con naturalidad si sabe que está siendo grabado? No Kenji Fujimori, seguramente. Tampoco el ex ministro Alfredo Thorne en sus diálogos con el ex contralor Alarcón. Mucho menos, las autoridades y políticos que desfilaron por la salita del SIN. Todo sería, como diría una famosa visitante del ‘Doc’, “top secret”. Probablemente, en realidad, nadie platicaría con soltura frente a una cámara, aun cuando no estuviera haciendo nada malo.  

Entonces, si queremos que las personas dialoguen con espontaneidad, ¿debería prohibirse que las graben sin su consentimiento? ¿O dejar a voluntad de las partes establecer restricciones al uso de equipos como sucede en algunos despachos de entidades públicas, donde se impide el ingreso con celulares y grabadoras?  

Pero si se cumpliera esta regla en la que las partes deciden y prohíben qué se puede grabar, a rajatabla, sin excepciones, no habría ‘kenjivideos’ ni ‘vladivideos’ (mucho menos, ‘petroaudios’ –grabados por un ajeno a la conversación–, que una Sala Penal de la Corte Superior declaró como prueba ilícita en un proceso penal). Enfrentamos, pues, una paradoja: no queremos que se graben las conversaciones sin consentimiento, pero queremos conocer su contenido cuando revelen hechos de interés público.  

Una solución razonable –aunque imperfecta– adoptada en otros países y con bemoles en el Perú es permitir, por excepción, la validez de estas grabaciones sin consentimiento e incluso violando el deber de reserva cuando lo hubiera, siempre que contengan información de interés público como la que prueba la comisión de un ilícito. “No tienes privacidad para infringir la ley” sería más o menos la premisa.  

Lo que falta aclarar legalmente es qué pasa con quienes graban sin consentimiento o filtran información. ¿Pueden ser sancionados por violar su deber de reserva? No tenemos una ley que regule integralmente a los “soplones” (“whistleblowers” en inglés, que son distintos a los colaboradores eficaces), ni que establezca un camino especial y seguro para denunciar las infracciones de las que sean testigos privilegiados.  

Podemos cuestionar sus antecedentes, y es evidente que las grabaciones a escondidas tuvieron una motivación política, pero Mamani denunció un potencial hecho ilícito y eso debe ser incentivado, no castigado, más aun en un Estado con tanta debilidad institucional y poca transparencia.