(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Richard Webb

El doctor Elmer Huerta afirmó esta semana en RPP que las pastillas multivitaminas tienen cero efecto para reducir la probabilidad de las enfermedades cardíacas o cerebrales. Así concluye la Escuela de Medicina de la Universidad John Hopkins luego de revisar múltiples estudios realizados a lo largo de 40 años. Sin embargo, dice Huerta, las pastillas se siguen comprando porque “ lo que busca la gente es esperanza”. Además, en vez de alimentarse bien y de hacer actividad física, se “busca el camino más corto […] es que así somos los seres humanos”. Tampoco es de esperar que los productores de esas pastillas arriesguen sus 37 mil millones de dólares en ventas dando a conocer esa conclusión científica.

Otro testimonio del poder de la subjetividad viene de Carol Graham, distinguida investigadora peruana en Estados Unidos, quien busca medir y explicar los estados subjetivos de personas con diferentes circunstancias en la vida. Un estudio reciente publicado por Graham descubre que las personas pobres de raza negra, claramente el grupo poblacional más marginado y perjudicado de la sociedad norteamericana, registran niveles de optimismo que superan largamente los de sus pares de raza blanca. En otro estudio, realizado en el Perú en base a la encuesta Niños del Milenio de Grade, Graham descubre niveles de optimismo y de aspiración educativa sorpresivamente altos entre jóvenes que viven en barrios pobres y que, además, en un 88% de los casos, han sido víctimas de shocks negativos como robo, abandono paternal, accidente o enfermedad en la familia.

Estas evidencias del poder de la mente nos preparan para reflexionar sobre la paradoja de la seguridad, que es uno de los bienes más preciados y buscados de la vida pero que, en realidad, consta de dos objetivos distintos. Primero, estar seguro objetivamente, y segundo, sentirse seguro, que es un estado subjetivo. La verdadera meta, por supuesto, es la primera, o sea, reducir el riesgo en lo posible, pero casi siempre lo único que sabemos es si hemos hecho lo necesario para minimizar el riesgo. Nos hemos lavado las manos, abrochado el cinturón, asegurado que está cargado el celular de la hija que ha salido a la calle, hemos cerrado bien la puerta, evitado ingerir un exceso de grasas, y tomado la pastilla recetada. Antes, hemos construido buenos muros, revisado los frenos del carro, y pagado las primas de los seguros. Algunos, además, hemos colgado una estampa del Señor de Muruhuay o de Sarita Colonia en el carro. Con estas y mil otras acciones y gestos, pequeños y grandes, creamos seguridad en sus dos formas: primero, un grado de verdadera seguridad, y segundo, la sensación de sentirnos seguros. El problema es que lo único verdaderamente seguro en todos estos afanes es lo segundo –sentirnos protegidos–.

La inevitable subjetividad de la seguridad tiene varias consecuencias. Una es el gasto poco productivo, como el ejemplo de las multivitaminas. A falta de verdadera evidencia, se impone la novedad y lo aparente, hasta podría decirse lo mediático, llegando a la superstición, como hoy sucede con una variedad de hierbas y semillas, y diversos alimentos y tratamientos cosméticos. Las apariencias llevan igualmente a crear una ilusión de seguridad exigiendo la presentación del DNI para cuanta cosa, a pesar de la conocida facilidad de falsificación. Los viajes por avión se han vuelto una experiencia también cargada de autoengaños tranquilizantes, por su inherente atrevimiento humano, pero además estimulado por los sucesos de las Torres Gemelas de Nueva York. Así los chalecos salvavidas nos tranquilizan cada vez que nos lanzamos a la aventura de un vuelo sobre el mar, aunque su productividad en la forma de una verdadera seguridad es cercana a la de una medalla religiosa, y lo mismo puede decirse de las radiografías y otros exámenes exigidos para abordar.

Una segunda consecuencia de la inherente subjetividad surge cuando se trata de aspectos de la seguridad pública, como son la protección contra el crimen, los accidentes del tráfico, y la salud pública. En esos casos se vuelve aun más difícil distinguir entre la apariencia y el verdadero logro del objetivo, en parte por la falta de transparencia de todo gobierno, pero además porque el carácter subjetivo del tema facilita la politización y mediatización. La distancia entre sensación y realidad se vuelve aun más grande.