“Un terrorista, dos terroristas”, por Carlos Meléndez
“Un terrorista, dos terroristas”, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Recientemente, dos ex terroristas del MRTA fueron excarcelados tras cumplir condenas de veinticinco y veintisiete años. Peter Cárdenas Schulte –responsable de las ‘cárceles del pueblo’ y estratega de acciones subversivas– y Alberto Gálvez Olaechea –formador de cuadros políticos militares– gozan de una libertad que es interpretada desde distintas aristas políticas. Para la derecha de vozarrón militarista se trata de una ofensa: “Una vez terruco, siempre terruco”. Para la izquierda culposa –aún desentendida de su mea culpa histórico– es un paso necesario para la reconciliación. Ambas posturas yerran en premisas cuestionables.

La paz en Perú se alcanzó por una victoria militar en los noventa. El Estado peruano –históricamente débil y envuelto en su peor crisis económica– se impuso a uno de los movimientos maoístas más sanguinarios del mundo, Sendero Luminoso (SL). También lo hizo a una guerrilla de modelo guevarista renovado (reflejo del sandinismo más que del castrismo) en expansión, el MRTA. Sin embargo la historia políticamente correcta, contada por la CVR, no pertenece a los vencedores políticos (fujimorismo) ni a los vencidos militarmente (SL y MRTA). Es un relato sesgado hacia la izquierda, que se arrogó imparcialidad para la postrera memoria oficial y para trazar su reconciliación.

Se elevó así la reconciliación a bien colectivo, el cual –a mi entender– no es necesario para construir un país pacífico y estable. Sociedades que atravesaron grandes enfrentamientos políticos por dictaduras y/o guerras civiles han sido viables institucionalizando la polarización (Chile, España). (Por lo mismo, creo improbable la reconciliación en Colombia dada la ascendencia política del uribismo). En el Perú es quimérico plantear la reconciliación como norte común. No solo es un “exceso retórico” –como señala el ex emerretista Gálvez en su libro “Con la palabra desarmada”–, sino un despropósito. En el Perú, el ejercicio reconciliatorio pretende otorgar ciertas prerrogativas al vencido, ajenas a un proceso de negociación conducente a la paz (como en Colombia). La reconciliación que justifica la posición del vencido se reduce al absurdo, la derrota militar zanjó drásticamente el conflicto.

Además, la victoria sobre SL y el MRTA trasciende los ámbitos militar y político, alcanza al plano ético. La depreciación de la vida –incluyendo la suya propia– en un contexto de democracia pluralista les desvaloriza ante la sociedad. (Razones suficientes para aplacar los temores de quienes avizoran la reorganización del terrorismo). El problema no es la etiqueta de terroristas o alzados en armas –como sostiene Gálvez–, sino la acción subversiva para tomar el poder negando vías alternativas legítimas.

Aunque no nos guste, el cumplimiento de las sanciones impone la restauración de los derechos políticos a los excarcelados, como establece el Estado de derecho en una democracia. Ello, empero, no es asimilable a la reconciliación. Reconciliar implica reconocerles razones, pero estas se pierden cuando se avasalla el principio universal de la vida como derecho. Nuestro desafío como país es resguardar una paz duradera sin tener que reconciliarnos con quienes –desde la subversión o el poder– violaron los derechos humanos. Es esperable que, luego de derramamientos de sangre, las sociedades se polaricen políticamente. Pero no cometamos el error de legitimar falsos paraísos que abracen a asesinos.