(Foto: captura)
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José Carlos Requena

El horrendo asesinato de tres periodistas ecuatorianos, confirmado el viernes 13 último, ha despertado una justificada indignación y un dolor colectivo en los países de la región, entre ellos el Perú.

Para nuestro país, el doloroso momento debería servir también para ver el reflejo de las tareas pendientes en el espejo surgido tras la desactivación de la acción terrorista de las FARC en Colombia. Sobre todo en los bordes de la patria, lejos de los centros poblados –pero cerca de la informalidad que todo lo tiñe–, las autoridades parecen haberse acostumbrado a esa mezcla de resignación y complicidad que prolonga la gran desprotección.

La situación que propició la muerte de los hombres de prensa tiene muchos factores en común con el drama peruano. En primer lugar, se da tras la desactivación de un grupo subversivo, que, sin embargo, termina siendo solo parcial. En Colombia, el acuerdo de paz entre el liderazgo de las FARC y el Gobierno Colombiano no lleva ni dos años. En cambio, en el caso peruano la derrota militar de Sendero Luminoso tiene ya más de un cuarto de siglo. Ambos casos, sin embargo, no garantizaron el cese definitivo de las acciones terroristas.

En segundo término, estos remanentes despliegan acciones en territorios liberados, donde el Estado nacional y subnacional se muestra incapaz de ser el garante del orden y ejercer el monopolio de la violencia. En Ecuador, es un problema del país vecino, que trasciende sus fronteras. En el Perú, el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem), sin ser la única, es una zona de emergencia que tiene ya aproximadamente treinta años de vigencia. En el último lustro, se le agregó una letra (la ‘m’) al acrónimo, como muestra palpable de la ausencia de mejoras.

Tercero, las principales afectadas son las poblaciones civiles desprotegidas (aunque las fuerzas de seguridad sufren también el acoso de remantes de SL, con mayor experiencia en la zona agreste e inhóspita). No debe olvidarse que el prontuario de ‘Guacho’, el presunto responsable de la muerte de los periodistas, incluye el asesinato de seis campesinos cocaleros de la zona de Tumaco, en la frontera noroccidental de Ecuador. Una situación de similar desprotección sufren las comunidades de las zonas del Vraem, como lo grafica el asesinato de Yuri Eusebio García Orihuela, el alcalde de Oronccoy (en la provincia de La Mar, Ayacucho), en febrero último.

La muerte de los periodistas de “El Comercio” de Quito, Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra, no debe quedar impune; las autoridades ecuatorianas deben procurar que así sea. Para el Perú, el doloroso episodio sirve como un recordatorio de que la resignación es la madre de la injusticia. Ante la injusticia, mejor mirar el espejo que taparse los ojos.

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