Luis Alberto Rojas Marín identificó a los tres policías que la atacaron. Nunca se oficializó la investigación contra ellos.
Luis Alberto Rojas Marín identificó a los tres policías que la atacaron. Nunca se oficializó la investigación contra ellos.

Nació como Luis Alberto Rojas Marín, pero prefiere que la llamen Azul. Tiene 36 años y vive en Trujillo. Hace diez años recién se estaba dejando el cabello largo y comenzaba a usar ropa ajustada cuando tres policías y cinco serenos la vieron en la calle, la interceptaron y la golpearon. Más tarde, en una celda, los tres policías la violaron. Azul nunca obtuvo justicia en ninguna instancia. Su última esperanza hoy recae en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que en los próximos meses emitirá un informe sobre su caso.

“Dependiendo de eso podría llegar a la corte. Sería el primer caso de tortura sexual que vería la Corte IDH contra un miembro de la comunidad LGTB en la región”, señala Karen Anaya, representante legal del Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Sexuales y Reproductivos (Promsex), organización que asesora legalmente a Azul en el Perú.

Todo ocurrió el 25 de febrero del 2008 en Ascope, a 40 minutos de Trujillo. Un patrullero la divisó y le cortó el paso. “¿A dónde vas, cabro?”, le gritaron los agentes. Dos policías bajaron del vehículo y le pegaron un varazo en el estómago. La redujeron, la subieron al patrullero y la llevaron a la comisaría de la localidad, donde los policías se ensañaron con ella.

“Uno de ellos me metió de los pelos a una sala de investigación. Dos policías más se le unieron para insultarme, darme cachetadas y pegarme con la vara en el estómago. Me cogieron de los pelos, me voltearon contra la pared. Yo les preguntaba por qué me hacían eso. Ellos me apretaban las nalgas, me manoseaban. Quise escapar, pero me cogieron de los brazos y me desvistieron”, recuerda Azul.

Le introdujeron una vara por el recto. Como vieron que sangraba, la dejaron tirada y encerrada. Azul se quedó totalmente desnuda por seis horas. “Ya no tenía fuerzas, solo les rogaba que me dieran agua”, relata la denunciante.

A las seis de la mañana llegó otro policía de apellido Vilca.
–¿Qué te ha pasado? –le preguntó.
–Me lo han hecho los policías.
Según Azul, el agente no mostró mayor compasión. Solo le devolvió la ropa y le ordenó que se fuera a su casa. Al llegar, le contó a su madre lo sucedido y ella la acompañó a presentar una denuncia. Fue en vano.

—A su suerte—
En la comisaría, ningún policía aceptaba tomar declaración en contra de sus compañeros. “Decían que no podía denunciar a un policía ahí, que tenía que ir a otro lado, pero no me explicaban dónde”, cuenta Azul.

En la fiscalía tampoco tuvo suerte, aun cuando el médico legista anotó todas las lesiones que presentaba Azul y concluyó que la habían violado con un objeto. “La fiscal me dijo que no podía creer mi versión porque yo era homosexual, y que no se podía probar que me habían violado porque yo tenía relaciones con hombres”, explica la denunciante.

La defensa de Azul logró que el caso pasara a manos de otro fiscal, quien pidió prisión preventiva contra dos de los suboficiales involucrados: Dino Ponce Pardo y Luis Miguel Quispe Cáceres. Ambos fueron recluidos en el penal de Trujillo el 11 de abril del 2008. Estuvieron solo cinco días en prisión debido a que presentaron una medida cautelar.

La investigación por tortura y violación sexual contra los policías no prosperó. “Solo se inició un proceso por el delito de abuso de autoridad, cuya pena no excede los tres años de prisión, pero los agentes tampoco recibieron sanción por eso. En la fiscalía dijeron que los policías habían seguido pasos rutinarios”, cuenta la abogada Anaya.

—Desamparo—
En el Perú, no existe un registro oficial de ataques y crímenes de odio sufridos por miembros de la comunidad LGTB y son pocos los entes que han cargado con esta tarea. Uno es Promsex, que el año pasado registró 43 agresiones y 23 actos discriminatorios. El otro es el Observatorio de Derechos LGTB de la Universidad Peruana Cayetano Heredia (UPCH). Este contabilizó 18 homicidios relacionados con crímenes de odio durante el 2016 (8 de las víctimas eran gays, 7 transexuales femeninas y 3 lesbianas), además de dos suicidios como consecuencia del ‘bullying’.

“La característica más común en los crímenes de odio es el ensañamiento. En la mayoría de casos que hemos recogido se observa que hay una tortura antes del asesinato. Golpean a la víctima, la amarran, queman, cortan y hasta degüellan”, explica Manuel Forno, coordinador del observatorio.

Alfredo Alfaro Caballero, de 51 años, era gay y prefería que lo llamaran Dennis. Trabajaba en un salón de belleza, en la ciudad de Huancayo. El 22 de enero del 2016, fue asesinado en su local. Lo hallaron amordazado y atado de pies y manos con señas de haber sido asfixiado.

Algo similar le pasó a Edwin García Huicho, una persona transgénero que se hacía llamar Heydi. Trabajaba en una peluquería de Ate. El 22 de setiembre del año pasado, un sujeto entró al local con un cuchillo, le hizo varios cortes, la redujo y ató de pies y manos. Luego, la ahorcó.

El 13 de abril del año pasado, apareció un cadáver con el rostro cubierto y lleno de moretones en un hostal concurrido por miembros de la comunidad LGTB en el distrito de La Victoria. La víctima había entrado acompañada por un sujeto, quien se esfumó.

Claudia Martínez Ramos, de 22 años, fue acuchillada 18 veces por ser lesbiana. Su asesino, Fernando Rivera Gallo, era la ex pareja de su novia y no le perdonaba que lo hubiera dejado por su culpa.

Víctor Félix Hernández Rugel, empresario gay de 56 años, fue torturado y asesinado en Sullana, Piura, el 7 de diciembre del 2016. Su cadáver fue abandonado en el piso de su camioneta entre los asientos delanteros y traseros, desnudo y envuelto únicamente en una sábana. Le dispararon luego de haberlo golpeado varias veces en la cabeza. Tenía también tres cortes de cuchillo en el brazo derecho, en el tórax y en la cara cerca de la boca.

“Algunos casos no se resuelven porque al familiar le da vergüenza que se conozca la historia. Nos dicen que prefieren dejar el asunto así. Y siguen discriminando a las víctimas después de muertas”, sostiene Forno.

—Invisibles—
Además de los homicidios, el Observatorio de Derechos LGTB de la UPCH identificó, en el 2016, 65 golpizas contra gays, lesbianas y transexuales y 26 atentados con armas. “A 12 travestis les echaron agua y a dos les tiraron basura. Dos miembros de la comunidad sufrieron ataques con perros; y otros dos, violaciones sexuales”, indica Forno.

Estos son apenas sumatorias de los casos que la prensa ha cubierto y que algunas organizaciones de defensa de los derechos de la comunidad LGTBI en provincias han ido reportando.

“El Estado tiene la obligación de prevenir la tortura y la discriminación. Recopilar estos casos ayudaría a visualizar el problema, pero el Estado no lo hace. Incumple su obligación. Sobre todo teniendo en cuenta que la mitad de los ataques homofóbicos son perpetrados por miembros de la policía y el serenazgo”, denuncia Anaya.

“La situación a la que están expuestas las personas LGTB es lamentable. El acoso comienza muchas veces dentro de sus propios hogares”, dice Brenda Álvarez, abogada y coordinadora del área jurídica de Promsex. Y recuerda el caso de Antonella Rabanal, cuya madre la golpeaba por ser lesbiana. La mujer justificaba la violencia aduciendo que su hija estaba endemoniada. “Antonella tuvo que demandar a su propia madre por discriminación y pedir medidas de protección. Han pasado dos años desde la última agresión y hasta ahora no se emite ninguna sentencia”, recuerda la abogada.

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