En 1995, el Perú enfrentaba a un enemigo interno, Sendero Luminoso. Cientos de soldados que combatían el terrorismo en el Alto  Huallaga fueron enviados a defender la frontera norte, en el Cenepa. (Foto: Enrique Cúneo/El Comercio)
En 1995, el Perú enfrentaba a un enemigo interno, Sendero Luminoso. Cientos de soldados que combatían el terrorismo en el Alto Huallaga fueron enviados a defender la frontera norte, en el Cenepa. (Foto: Enrique Cúneo/El Comercio)
Ricardo León

El lunes 26 de octubre de 1998, los presidentes del Perú y de Ecuador, Alberto Fujimori y Jamil Mahuad, respectivamente, firmaron junto con sus cancilleres el Acta Presidencial de Brasilia, con la que ambos países se comprometieron a aceptar un histórico acuerdo de paz tras varios años de enfrentamientos.

Con la firma del documento se demarcaron definitivamente 78 kilómetros de frontera en disputa, tal y como estableció el protocolo de Río de Janeiro firmado en el año 1942.

A la ceremonia, que se celebró en Brasilia, acudieron los presidentes de Brasil, Fernando Enrique Cardoso; de Argentina, Carlos Menem; de Chile, Eduardo Frei, y Tomás MacLarty, representante personal de Bill Clinton, presidente de Estados Unidos. Los reyes de España de aquel entonces, Juan Carlos I y doña Sofía, asistieron en calidad de testigos. El evento captó la atención del mundo entero.

Fue una cita cargada de declaraciones protocolares, pero aún se recuerda uno de los momentos más emotivos de la reunión. Durante su discurso, el presidente Mahuad –nacido en Loja, una región limítrofe con el Perú– contó que su abuelo había combatido en 1941, en uno de los conflictos entre ambas naciones; acto seguido, entregó a Fujimori un regalo especial: una cantimplora militar utilizada por soldados ecuatorianos en dicha guerra.

“Nos hemos armado peruanos y ecuatorianos con el arma más poderosa que cualquier misil, con el arma de la paz”, dijo Fujimori a manera de respuesta. Había llegado el momento.

Minutos después, se firmaron las actas y con ello se dio fin al proceso de paz tras el último conflicto entre dos países sudamericanos, y que se desarrolló a lo largo de cinco semanas entre enero y febrero de 1995. “Quedan resueltas las divergencias fronterizas entre los dos países”, se podía leer en el Acta de Brasilia.

Pero el camino a la paz no había sido nada sencillo. En los meses posteriores al conflicto, se desarrollaron diversos choques militares, aunque de intensidad menor. Además, con preocupante frecuencia llegaban noticias de civiles y militares de los dos países que resultaban heridos, o que incluso morían, por efecto de las minas antipersonas que ambos ejércitos sembraron en varios sectores de la frontera y que aún subsisten bajo la superficie. De hecho, según el Ejército Peruano, en la actualidad quedan alrededor de 6.500 minas por encontrar y desactivar en Tiwinza, uno de los territorios donde el conflicto tuvo lugar, y donde ahora hay equipos de desminado de ambas naciones trabajando en conjunto.

Pero retrocedamos 20 años y volvamos a 1998: este clima de tensión perduró incluso hasta pocos meses antes de la firma de los acuerdos en Brasil. Como recuerda el entonces canciller peruano Fernando de Trazegnies, en agosto de aquel año hubo un momento “muy crítico”, cuando se reportaron escaramuzas en la línea de frontera. En aquella selva agreste y hostil, dos enemigos armados podían acercarse –sin tener contacto visual, debido a la espesura del bosque – hasta casi tocarse, y bastaba un disparo, un momento de nerviosismo de uno u otro lado, para que la frágil tregua se rompiera. Incluso en las reuniones binacionales previas a la firma de los acuerdos se podía respirar una tensión permanente.

Dos décadas después, sin embargo, la situación es otra. Aquella paz sellada en un papel se tradujo, año tras año, en una convivencia (casi siempre) pacífica entre poblaciones de ambos lados de nuestra frontera norte.

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