El pasado viernes, la Asamblea Nacional ecuatoriana aprobó una ley de comunicación que ha sido llamada la “ley mordaza”. A través de ella, se han creado organismos gubernamentales que establecerán normas “éticas” a las que se deberán ajustar los contenidos transmitidos por los medios de comunicación y que podrán auditar y sancionar a estos últimos y a sus periodistas. Además, la ley divide en tercios el espectro de frecuencias radiotelevisivas para futuras cesiones con la siguiente distribución: 33% para estaciones privadas, otro 33% para las del Estado y un 34% final para organizaciones comunitarias, restringiendo así la posibilidad de los medios privados que incomodan al oficialismo de acceder a dichas frecuencias.

En palabras de la presidenta de la Asamblea Nacional, la oficialista Gabriela Rivadeneira, “por fin el país va a evidenciar un antes y un después en el manejo de medios, en la práctica de la libertad de expresión”. Y no le falta razón a la señora Rivadeneira, solo que el “después” será una situación que ninguna sociedad libre quisiera sufrir.

Por varios años el oficialismo ha querido aprobar una ley como esta bajo la excusa de que es una forma de “democratizar los medios”. Curiosa elección de palabras, sin duda, cuando la lucha del presidente Correa contra la prensa libre de su país ha sido justamente una forma de estrangular la democracia, pues solo ha buscado acallar las voces críticas de su gobierno.

El desprecio del Gobierno Ecuatoriano por la prensa libre y opositora es abierto. Fernando Alvarado, secretario de Comunicación, incluso mencionó alguna vez, explicando los motivos por los que se persigue a la prensa privada, que “un jardinero debe podar todos los días la mala hierba”. Y vaya que el oficialismo ha sido efectivo en su poda. Antes de lograr su ley mordaza, el presidente ecuatoriano ya había cerrado alrededor de veinte medios de comunicación opositores, creado un consejo censor para los contenidos de prensa e impedido a los medios tener acceso a los funcionarios estatales.

Varios de los casos de persecuciones encarnizadas a la prensa crítica han dado la vuelta al mundo. Entre ellos, por ejemplo, el de la revista “Vanguardia”, a la cual se le confiscó en varias oportunidades sus computadoras so pretexto de “violación de derechos laborales”. O el del periodista Emilio Palacio y de tres directores del diario “El Universo”, a quienes se les condenó aduciendo que un artículo escrito por el primero injuriaba al presidente. O el de los autores de “El Gran Hermano” (el libro que hace un recuento de cómo el hermano mayor del señor Correa ha tenido un sospechoso e inusitado éxito en sus negocios durante el período gubernamental de este último), a quienes se les obligó al pago de US$10 millones como indemnización por publicarlo. Todo esto, por supuesto, sucedió gracias a la complicidad de un sistema de cortes controlado por el Ejecutivo, como evidencia el hecho de que, según el Reporte Global de Competitividad, Ecuador ocupe el puesto 128 de 144 países en lo que respecta a la independencia del Poder Judicial.

A nadie debería extrañar por todo esto que el país vecino, según el Índice de Libertad de Prensa publicado por Freedom House, sea una de las naciones sudamericanas (junto con Venezuela y Paraguay) en el que se considera que no puede existir prensa libre. Y con la nueva ley, si hubiera a dónde caer más bajo en ese ránking, Ecuador seguramente seguiría cayendo, pues ahora su presidente tiene a la mano aún más mordazas con las cuales acallar a la prensa que lo critique y que no esté dispuesta a servir de mero altoparlante del oficialismo.

La “democratización de los medios” no es más que una pobre excusa. Toda persona tiene el poder de elegir qué noticias y opiniones consumir cambiando de estación o dejando de comprar una publicación. Y nada puede ser menos democrático que un Estado que escoge por el ciudadano, censurando el programa, la revista o el diario en los que él ha decidido creer.