Si bien el desarrollo económico ha ayudado a millones de peruanos a salir de la pobreza en la última década, todavía quedan varios millones más en esta situación. Para ellos, los programas sociales son claves no solo para poder cubrir sus necesidades básicas, sino también a fin de aprovechar las oportunidades que el crecimiento crea. A los niños que no pueden acceder al mínimo de la ingesta calórica mensual, por ejemplo, les será luego mucho más difícil desarrollar los tipos de habilidades necesarias para agregar valor a las cadenas productivas. La ayuda del Estado para estas personas es pues no solo un tema de solidaridad humana, sino una necesidad nacional (si queremos ser un país más justo).

No obstante lo anterior, también cuando se trata de ayudar hay mejores y peores caminos. Si el Estado quiere ser diligente en su labor, tiene que ser consciente de esto y esforzarse por moverse en los primeros senderos.

Concretamente, es importante tomar conciencia de los riesgos que tiene la ayuda puramente asistencialista –es decir, la que se concentra en dar recursos para satisfacer necesidades sin enseñar nunca a producirlos–. Por ejemplo, el peligro de la dependencia: cuanto más dinero y bienes reciba uno establemente, menores serán sus incentivos para invertir sus esfuerzos en productividad. Si un campesino sabe que por implementar un sistema de riego por aspersión en su chacra puede perder el subsidio de Juntos, lo pensará dos veces antes de asumir el riesgo. Más fácil le es llevar a sus hijos a la posta médica, como lo exige dicho programa, a cambio de dinero. La ayuda del Estado puede ser adictiva y esta adicción puede producir la pérdida del apetito emprendedor y de la voluntad de trabajo, ocasionando un estacionamiento en la pobreza.

La dependencia, por otro lado, conlleva a un problema todavía mayor: la oportunidad que significa para los políticos. ¿Qué mejor para alguien que depende del voto público que poder tener a millones de votantes bajo su patrocinio? Sobre todo si el dinero con el que hace este patrocinio es de otros (los contribuyentes). Así, la asistencia puede ser también perversa: la mano que te da de comer puede ser también la que quiere mantenerte en su poder. Por ejemplo, no deja de llamar la atención cómo el límite original de cuatro años para que una familia permanezca bajo los beneficios del programa Juntos se extendió a seis en menos de un año, para luego eliminarse del todo, manteniéndose como único requisito que la familia tenga hijos menores de 14 años. Un requisito que, a partir de setiembre del año pasado, se relajó a 19 años. Después de todo, parece que el favorable entorno macroeconómico no es la única explicación a los altos niveles de popularidad del Gobierno.

Si de verdad quiere ayudar a sus ciudadanos con menos recursos, el Estado tiene que poner tanto acento en los programas productivos como en los asistencialistas. Los primeros, por lo demás, no solo tienen la ventaja de empoderar a las personas, sino que son más baratos.

El modelo de la pionera Sierra Productiva, por ejemplo, es muy elocuente. La inversión de un reservorio familiar y riego por aspersión, pastos cultivados y un huerto de hortalizas es de S/.1.000 en promedio, según Carlos Paredes, presidente de Sierra Productiva. Esto es menos de lo que otorga el Estado a cada familia de Juntos en un año, con la diferencia de que el primero es un gasto único y no hay que repetirlo año tras año (justamente porque empodera). Este año, el presupuesto de Juntos es de S/.1.049 millones. Con una cantidad similar se podría poner reservorios familiares, riego por aspersión, pastos cultivados y un huerto tecnificado al 71% de todas las unidades agropecuarias de la sierra, que suman un total de 1’467.374, según el reciente censo agropecuario del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).

El Estado que de verdad quiere ayudar a sus más necesitados, en fin, tiene que seguir el modelo de los pájaros. Ellos llevan la comida a los nidos de sus hijos. Pero su meta es siempre enseñarles a volar por sí mismos.