Nadie discute que la tenencia de armas de fuego debe regularse con cuidado, pues, como con cualquier instrumento que pueda representar un riesgo para la vida de los ciudadanos, el Estado tiene el deber de garantizar que se les dé un uso adecuado. No es ciencia oculta, además, lo que debería buscar esta regulación: que los ciudadanos puedan acceder a un arma para protección o deporte, pero que estén entrenados para evitar accidentes e identificados para hacerlos responsables si se comete un crimen con su arma. Esto, por supuesto, no es más que sentido común.

Pero el sentido común, lamentablemente, estuvo ausente cuando se redactaron las recientemente promulgadas normas sobre posesión de armas de fuego. Y es que parece que el gobierno se hubiese propuesto desarmar a los civiles inocentes, llevarlos a la informalidad y generar un enorme mercado negro de armas.

Las normas, a través de distintas medidas, ordenan la confiscación de muchas de las armas que actualmente se encuentran en manos de legítimos propietarios. Es el caso, para empezar, de las pistolas de 9 milímetros, que ahora se encuentran prohibidas para cualquier ciudadano que no sea policía o militar. Quien tenía licencia para portar esas armas tendrá que entregarlas a la Superintendencia de Control de Servicios de Seguridad Privada, Armas, Explosivos y Municiones de Uso Civil (Sucamec), y si en 180 días no logra venderlas a policías o militares en servicio, quedan incautadas. Lo mismo sucederá con toda arma de cualquier calibre que sea de titularidad de alguien que tengan más de dos pistolas.

Parece que el gobierno no es consciente de que, en la práctica, estas confiscaciones son una inconstitucional expropiación sin compensación (o, en simple, un robo). Y la reacción natural de muchas personas frente a estas medidas –en vez de malbaratarlas o regalárselas al Estado– será conservar las armas en la informalidad. Este, por supuesto, es el peor escenario, pues en dicha situación no hay cómo obligar a los poseedores de armas a recibir entrenamiento, no se puede saber quién es titular de cada arma, ni se puede evitar que sean vendidas a delincuentes en el mercado negro.

Esta situación, además, se agrava porque el gobierno ha vuelto más caro sacar una licencia a los propietarios autorizados por la nueva ley (quienes ahora además tendrán que renovarlas anualmente). De muy poco sirve que el Estado haya adquirido un moderno sistema automatizado de identificación balística para registrar todas las armas si pondrá trabas para que los ciudadanos se acerquen voluntariamente a registrarlas.

Parece que, en el fondo, lo que el gobierno realmente ha querido hacer es impedir que los civiles se protejan por sí mismos (lo cual resulta escandaloso si reparamos cómo él falla defendiendo a sus ciudadanos). Eso explicaría, por ejemplo, por qué ha aumentado de forma desproporcionada el costo de las renovaciones de licencias para las empresas de seguridad, lo que podría causar la quiebra de muchas de ellas. Y esta intención podría también permitir entender la compulsión controlista del Ministerio del Interior, que ha llegado al extremo de incluir en el registro de la Sucamec las carabinas de balines, las que lanzan proyectiles de goma, los sprays de gas pimienta, los “stun guns” eléctricos y las pistolas de juguete que disparan pelotitas de pintura (‘paintball’). Ahora ya no se podrá tener ni armas no letales (ni siquiera las de juguete) para defenderse de los atacantes, salvo que se las haya inscrito. Como dice Dardo López-Dolz, menos mal que olvidaron el cuchillo de cocina, el palo de amasar, las hondas, los trompos y las huaracas.

Es increíble que el gobierno no se dé cuenta de que todas estas medidas solo crean incentivos para que los actuales propietarios legales de armas decidan mantenerlas en la informalidad y para que el mercado negro crezca. Y las consecuencias de ello son que no se podrá exigir a los poseedores de armas capacitarse para usarlas responsablemente y que se volverá más difícil descubrir a los autores de los crímenes.

Solo hay, por eso, un grupo que tiene que agradecer la promulgación de estas normas: los delincuentes.