La aprobación del presidente Humala, según la última encuesta de Datum, ha subido nueve puntos, situándose en un 60%. Un número inaudito, si comparamos con las exiguas aprobaciones que a estas alturas de sus mandatos tuvieron sus dos predecesores.

Al menos en parte, este reconocimiento es merecido, en tanto que al mantener –pese a todas sus contradicciones– las líneas centrales del modelo económico el presidente ha permitido que el país siga sumando producción, inversión, nuevos empleos y mejores ingresos. A estas alturas, y gracias al efecto acumulado del crecimiento, Ollanta Humala gobierna un país donde la cada vez más visible clase media ya es el 60% de la población.

Llama la atención, sin embargo, la altísima aprobación que el Gobierno ha logrado en el sector socioeconómico E, el de menores ingresos, que normalmente registra niveles de aprobación particularmente bajos y que hoy aprueba al señor Humala en un 63%. Y es que este sector, aunque sin duda tiene más oportunidades ahora que antes de que se iniciase el crecimiento, es por definición al que menos han llegado los beneficios de este último. Y no es el caso, por otra parte, que su aprobación pueda explicarse por “mejoras” en la calidad de los servicios de educación, seguridad, justicia o salud que brinda nuestro Estado, pues estas mejoras, como se sabe, no existen.

¿Qué explica, entonces, la aprobación récord que está teniendo el presidente en este sector? Pues acaso tenga algo que ver la avalancha de dinero que su gobierno está inyectando al mismo (solo para este año el presupuesto para programas sociales alcanza los S/.3.859 millones: S/.1.549 millones más que los S/.2,310 de los que ya dispuso el año pasado).

Los ejemplos del alcance que están teniendo estos programas son múltiples. Por ejemplo Juntos, que transfiere S/.100 por hogar, tiene hoy un universo de beneficiarios de 1’489.734 personas. Pensión 65, para dar otro ejemplo de programa que entrega efectivo, distribuye S/.265 mensuales a 254 mil personas mayores de 65 años. Qali Warma, por su parte,reparte desayunos y almuerzos a 2 millones de escolares. Esos mismos escolares y otros 300 mil adicionales reciben, además, uniformes, calzado, chompas y buzos mandados hacer a microempresas por el programa Myperú de Foncodes. Y esto, para no hablar de todo lo que distribuye el programa articulado nutricional a niños menores de 5 años. O de otros programas como Cuna Más,que no tienen todavía alcance masivo, pero sí una publicidad en los medios que da la sensación de una cobertura mucho mayor.

Pues bien, si efectivamente es el caso que lo que está detrás de los aplausos del sector E al Gobierno son básicamente estos regalos, entonces dichos aplausos no son una tan buena noticia ni para el futuro de nuestra democracia ni, ciertamente, para el del propio sector E.

No se nos malinterprete: nosotros estamos decididamente a favor de los programas sociales para quienes siguen en situación de pobreza. Pero ello no impide que nos parezca muy preocupante el que al lado de la ayuda puramente asistencialista –esto es, la que se concentra en dar recursos para satisfacer necesidades sin enseñar nunca a producirlos– no se den también las reformas institucionales (de educación, de barreras burocráticas, de regulación laboral y tributaria, de infraestructura)que posibilitarían que más peruanos puedan surgir y solventarse por sí mismos, sin tener que depender de la generosidad de los políticos para satisfacer sus necesidades básicas. Porque esta generosidad, no hay que olvidarlo,rara vez viene sin un precio. La soga que los políticos echan a los pobres para ayudarlos suele ser la misma con la que los terminan amarrando para que luego sirvan a sus propios intereses. Sucede todo el tiempo en todos lados y ha sucedido muchas veces ya en nuestro país, donde se facilitaron así las reelecciones de los noventa y donde, por cierto, la imagen de los actuales programas sociales está crecientemente relacionada con las personas de nuestra cada vez más claramente reeleccionista “pareja presidencial”.

En otras palabras, si el gobierno sigue regalando chompas y desayunos, pero no hace nada definitivo para que, por ejemplo, dejemos de ser uno de los veinte países del mundo con mayor rigidez laboral y mayor carga burocrática para las empresas, de modo que el 70% de nuestras mypes tenga que permanecer en la informalidad y que no pueda crecer a mayor ritmo la inversión y el empleo, lo que estará haciendo no es ayudar a las personas con menos recursos. Quien durante años tiene su necesidades satisfechas por transferencias que recibe del Estado es tan pobre –y tan dependiente– al final de estos años como lo era al comenzar la ayuda. Así no se crean ciudadanos, sino solo clientes políticos.

En suma, si el Gobierno quiere demostrar su buena fe y auténtico compromiso con la inclusión no debe solo contentarse con ayudar a quienes no tienen recursos, sino que debe apuntar en todo momento a hacer lo necesario para liberarlos, antes que nada, de su propia ayuda.