Recientemente, el ministro de Transportes y Comunicaciones (MTC), Carlos Paredes, informó que la empresa Telefónica Móviles ha aceptado las condiciones del contrato que le ofreció el Estado Peruano para la renovación de su concesión de telefonía móvil. De acuerdo con la nota de prensa del MTC, la empresa española ha dado su consentimiento, entre otras cosas, a brindar una “tarifa social de telefonía móvil” que se aplicará a un máximo de un millón de personas beneficiarias de diversos programas sociales, además de a servidores públicos; a ampliar la cobertura para que, por ejemplo, “el 100% de centros poblados de más de 400 habitantes” tengan acceso a telefonía móvil; y a brindar acceso de Internet satelital y fijo a entidades públicas de distritos pobres y capitales provinciales. En total, según precisa el MTC, las inversiones que TM se ha comprometido a realizar por estos conceptos sociales suman más de S/.3.000 millones. De esta forma, añade, el gobierno actual ha obtenido a cambio de renovarle el contrato a la transnacional española “más del triple” (según sus cálculos) de lo que estaba consiguiendo el gobierno anterior (como se recordará, este último tenía lista la renovación de la concesión hacia el final de su mandato: no la firmó a pedido del presidente entrante, pero sí llegó a anunciar que había obtenido de la compañía el compromiso de invertir en este tipo de conceptos US$650 millones).

Más allá de la idoneidad que pueda tener o no el resultado obtenido por el Gobierno, hay dos objeciones importantes que hacerle al proceso en que este fue obtenido.

La primera tiene que ver con lo poco que se sabe de él. Es decir, con la transparencia; o, mejor dicho, con su ausencia. Qué se negoció, qué se priorizo, por qué se priorizo, cómo se negoció: todas ellas incógnitas abrigadas por el manto de privacidad que en nuestro país cubre a un asunto tan público como el de la renovación de una concesión.

La segunda proviene de los casi totales márgenes para la discrecionalidad, y, por tanto, para la arbitrariedad que tiene el Estado en este tema. Como se ha podido ver, no hay ningún tipo de reglas predeterminadas y claras para lo que el Estado está facultado a exigir en estas negociaciones. Pueden ser US$650 millones en conceptos sociales o pueden ser S/.3.000 millones por la misma renovación. Tampoco hay normas claras para el tiempo que pueda tomarse en decidir si la dará o no. Puede haber llegado ya a una decisión y a un acuerdo con la empresa interesada y, sin embargo, volver luego a base cero para demorarse un año y medio más (como se demoró el gobierno de Humala) en llegar a una nueva decisión en flamantes y diferentes términos.

Demás está decir cómo el tema de la falta de transparencia solo agrava el de los márgenes para la arbitrariedad, y cómo ambos problemas conspiran para posibilitar el uso político de lo que deberían ser procesos eminentemente técnicos, con el consiguiente perjuicio para la inversión, para el público en general y, también, paradójicamente, para la buena imagen de las empresas y los gobiernos honestos.

El tema de la inversión es clarísimo. Toda la idea de dar a sus titulares la posibilidad de renovar sus concesiones cuando estas se vencen es evitar que ellos dejen de hacer inversiones de largo plazo en los últimos años de su concesión al saber que los frutos serán cosechados por otros. Pues bien, esta idea queda totalmente boicoteada si el concesionario entra al proceso de renovación como al reino de lo impredecible. Por otro lado, un país que otorga –o no– sus renovaciones de esta forma tampoco ha de resultar muy atractivo para que muchas empresas quieran competir por sus concesiones en primer lugar.

El daño al público también es claro. Como consumidor, a este le interesa que las empresas tengan todos los incentivos posibles para invertir en expandir sus redes, mejorar su calidad y bajar sus costos. Y como ciudadano le interesa saber cómo dispone el Estado de los recursos públicos que otorga en concesión.

Finalmente, están las empresas y los gobiernos honestos. A ellos la oscuridad también les viene mal, porque trae la sospecha. Y cuidado que la sospecha no siempre tiene que ser de corrupción monda y lironda: puede relacionarse, por ejemplo, con el simple engaño populista. Verbigracia, en muchos sectores se está dudando de que el supuesto regalo del “Internet gratis” sea verdaderamente gratuito para el país, y no un costo más que se trasladará al resto de los consumidores.

En resumen, es por el bien general que hay que reformar el marco legal bajo el que nuestro Estado decide la renovación de las concesiones que otorga. Hay que reformarlo, para darle predictibilidad y para que se tenga que cumplir bajo la luz, donde todo está más claro.