La noticia de que el pueblo de Yarabamba en Arequipa, de 1.057 habitantes, usa los ingentes recursos que desde el 2009 recibe por efecto del canon minero para construir tres estadios (a la vez), incluido uno con capacidad para 3.000 espectadores, además de una municipalidad de tres pisos para sus 30 trabajadores, no ha dejado de causar indignación. Se trata, después de todo, de un pueblo que a la fecha no tiene acceso al agua potable.

Por muy chocante que haya podido resultar, sin embargo, el dato no ha dicho en realidad nada nuevo. El país está lleno de pueblos así, que, en medio de una súbita lluvia de millones ocasionada principalmente por el canon de la minería, han aprovechado falencias en el marco regulatorio del SNIP (que recién ha incluido a Yarabamba dentro de su sistema a partir de este año) para construir no solo estadios, sino también piscinas, ahí donde no hay agua potable, y para erigir municipalidades-monumento de varios pisos ahí donde muchas veces no hay ni energía eléctrica ni alcantarillado.

Desde luego, existen muchas razones que sirven para explicar este tipo de gastos irresponsables y varias de ellas han sido expuestas más de una vez. Acaso, sin embargo, haya una clave más de las que se suelen mencionar que podría coadyuvar a entender la situación. Nos referimos a la misma clave que explica, por ejemplo, por qué muchos centros comerciales y diferentes espacios de uso público cobran algo, aunque sea muchas veces simbólico, por el uso de sus baños: las personas son más cuidadosas con aquello que les cuesta. Y así, probablemente, Yarabamba no despilfarraría tan alegremente el dinero que le está cayendo del cielo en cantidades que, para el tamaño del pueblo, son industriales (unos S/.12 millones anuales), si este proviniese de los bolsillos de sus ciudadanos –vueltos contribuyentes– y no de la mera suerte de tener cerca una minera explotando una veta.

Evidentemente, puede que la situación económica de los habitantes de Yarabamba haga difícil que paguen sus impuestos municipales, pero el punto sirve para ilustrar lo que sucede en muchísimos otros lugares del país donde ya hay gran presencia de la nueva clase media y donde, sin embargo, la regla es igualmente que las municipalidades sacan sus presupuestos de ingresos que les son redistribuidos por el Gobierno Central (vía el canon y la distribución de dos puntos del IGV) y no de impuestos que pagan sus vecinos. De hecho, fuera de algunos distritos centrales de Lima, en el Perú son pocos los que pagan Impuesto Predial. Y a los otros tributos municipales no les va mucho mejor: hace poco el alcalde de un distrito emergente como Comas se quejaba de que no podía recoger la basura en su jurisdicción porque el 70% de sus vecinos no paga arbitrios.

Parecería, pues, que la clase media informal, que con enorme mérito creció al margen y aun a pesar del Estado, se ha acostumbrado a vivir en este margen, al menos para lo que toca a sus obligaciones, y no tiene mayores intenciones de salir de él.

Incluso hace un mes hubo una rebelión en la pujante Juliaca contra una municipalidad que se había puesto seria con la exigencia del predial y que había logrado elevar la recaudación de S/.2’141.000 en el 2007 a S/.14 millones en el 2012, pasando en el mismo período de un promedio anual de S/.39 por predio a otro de S/.133 (y demostrando en el camino que dinero sí había). Se decía que el paro era por la corrupción del alcalde, pero lo que se exigió –y lo que se obtuvo– revela que se trataba también de una rebelión contra el pago del predial en sí: la masiva protesta solo se levantó luego de que el alcalde se comprometiese a una amnistía tributaria, a la exoneración masiva del pago de las moras y a que no habría cobranzas coactivas ni embargos en Juliaca. Es decir, solo luego de que el pago del predial se volviese optativo.

Naturalmente, esta “normalidad” no puede continuar. Sus consecuencias son demasiado extensas y nocivas. De hecho, el ejemplo del gasto es únicamente el de un caso concreto. El verdadero problema que está detrás de esto es el de la desconexión esencial entre Estado y ciudadano que el no pago de impuestos cimenta. Después de todo, no se puede esperar mucho compromiso con la cosa pública de quien no ayuda a subvencionarla. ¿Por qué, por ejemplo, alguien tendría que poner especial cuidado en informarse a la hora de elegir a un representante si este, al final del día, decidirá sobre recursos que otros ponen? ¿Y cómo podemos pedir a los ciudadanos un interés serio para exigir cuentas si no han hecho los pagos a los que estas cuentas se refieren? Puede muy bien que al caballo regalado no se le suela mirar los dientes, pero, ciertamente, tampoco se lo acostumbra cuidar igual que al que sí costó.

¿Queremos, en fin, ciudadanos? Comencemos teniendo contribuyentes.