Recientemente publicamos un editorial donde criticamos la norma que obliga a las empresas que no cotizan en bolsa y que tengan ingresos anuales o activos mayores a S/.111 millones a presentar su información financiera auditada. Esta medida –dijimos– no solo no tiene ninguna utilidad práctica, sino que se salta el derecho a la privacidad al obligar a las empresas, sin una buena justificación, a hacer de conocimiento público ciertos datos que no necesariamente quieren revelar. La excusa: se busca lograr mayor transparencia con el público (a quien en este caso no le interesa esa información).

Sorprende, sin embargo, que tantas buenas intenciones para sobrefiscalizar las finanzas de los privados no se apliquen de igual manera en el sector público. Después de todo, con los problemas que existen relacionados con el presupuesto estatal –el año pasado en las arcas quedó alrededor del 15% sin ejecutar y aún persisten los problemas de gestión que impiden evaluar si el dinero se invierte de manera eficiente–, uno esperaría que se hagan todos los esfuerzos para que la población conozca los estados financieros auditados de las entidades públicas del Gobierno Central, así como de los gobiernos locales y regionales. No perdamos de vista que, a diferencia de lo que sucede con las empresas que no cotizan en bolsa, en el caso de las instancias públicas a los ciudadanos sí nos interesaría que un tercero independiente avale la veracidad de la información que ellas revelan para que su transparencia no sea como la de una luna polarizada. Se trata, finalmente, de nuestro dinero.

El contralor general de la República, Fuad Khoury , en esa línea, ha dado un haz de buena luz. Mencionó que se incorporarán auditorías de desempeño al gasto público para así igualar las buenas prácticas en las que incurren las contralorías de Reino Unido y Estados Unidos . La idea, claro está, no es solo velar por que se cumpla la ejecución del gasto, sino también por que se haga con efectividad. En Estados Unidos, por ejemplo, en la Government Accountability Office –según nuestro contralor– el 90% del tiempo del personal de la contraloría se dedica a auditar el desempeño del gasto, mientras que solo el 10% se dirige a velar por el cumplimiento. En el Perú –concluyó– “hacemos al revés”.

Pero eso no es lo único que, en todo caso, se estaría haciendo al revés en nuestro país en lo que toca a dicha institución. Y es que la forma en la que se escoge al contralor tampoco tiene mucho sentido: mientras el Congreso tenga que elegir a este funcionario entre candidatos sugeridos por el presidente de la República, existen demasiados incentivos para que el gato termine haciéndolas de despensero. Si bien es cierto que la Comisión Permanente puede efectivamente filtrar a los candidatos –de hecho, en el proceso de elección en el que finalmente fue elegido Khoury se descubrió que una candidata previa había falsificado documentos–, nada impide al presidente proponer solo candidatos que le sean leales. Algo distinto sucede con el BCR , por ejemplo, cuyo directorio de siete miembros es elegido en cuatro de sus partes por el Ejecutivo, entre ellas el presidente, mientras que el Congreso ratifica a este último y elige a los tres restantes, con el voto de la mayoría absoluta del número legal de sus miembros (aunque la efectividad de este sistema viene siendo puesta en riesgo por la irresponsabilidad del Legislativo de ponerse de acuerdo en la elección).

En un país que –según el último World Competitiveness Report– se encuentra en el puesto 127 (de 144) en confianza pública en los políticos, o en el que la corrupción ocupa el segundo lugar en cuanto a los factores más problemáticos para hacer negocios, o que inclusive –según el último índice de la organización Transparencia sobre percepción de la corrupción– se encuentra en el puesto 83 de 176 países (donde a peor puesto, peor percepción de corrupción), es imperativo que se busque una manera de nombrar al contralor que asegure su protección de presiones políticas y que se obligue a las entidades públicas a pasar por auditorías financieras realmente independientes. Los secretos que tienen escondidos los funcionarios públicos no pueden seguir escondidos, como en el vals, una eternidad.