Hace poco el Congreso aprobó la Ley de Promoción de la Alimentación Saludable para Niños, Niñas y Adolescentes (o, como se la conoce popularmente, la ley de comida chatarra). Si algo bueno ha traído esta iniciativa, qué duda cabe, es una amplia discusión sobre nuestros hábitos alimenticios. Una pena, sin embargo, que esto sea prácticamente lo único bueno que trajo consigo la ley. Y es que esta norma pretende eliminar los efectos negativos del consumo de alimentos “poco saludables” pero con medidas que difícilmente podrán conseguir ese resultado y, más bien, pueden terminar causando el efecto opuesto (además de, por supuesto, robar varios momentos de placer a la vida de las personas).

La ley restringe en numerosos supuestos la publicidad de alimentos procesados que pueda incentivar su consumo en menores de 16 años. Y estos supuestos son tan amplios que prácticamente cierran la posibilidad de seguir haciendo publicidad para este segmento. Incluso queda flotando la pregunta de cómo se hará publicidad para segmentos distintos, pues es difícil pensar en un comercial de, digamos, papitas fritas, que seduzca solo a mayores de 16. Por eso, la norma, aunque no lo disponga expresamente, terminará restringiendo severamente toda la publicidad de este tipo de productos.

La ley parte de una premisa cuestionable: la publicidad es mala. La publicidad, sin embargo, es solo una vía a través de la cual se informa al consumidor. Y la información que se le ofrece puede ser engañosa, pero también verdadera y útil para tomar mejores decisiones. Una empresa de papitas fritas, por ejemplo, puede utilizar una publicidad llamativa para informar a sus consumidores de que el precio de su producto es menor que el de la competencia, de que por un tiempo hay una oferta que le permite comprar dos paquetes por el precio de uno, o de que las papas de su marca son más saludables que otras.

La publicidad, en buena cuenta, es como una carretera por la que viaja información del vendedor al consumidor. Y lo que debería hacer el Estado con ella es crear mecanismos para que dicha información sea verdadera y no mentirosa. Por ejemplo, sancionando a las empresas que engañan u obligándolas a consignar información en sus empaques de la que claramente pueda depender la decisión de compra del consumidor (como se hace con los medicamentos que deben adjuntar una lista de posibles efectos adversos). Pero, en este caso, el Congreso ha ido más allá: prácticamente ha bloqueado la carretera impidiendo que viaje la información, tanto la mala como la buena. Y con ello, le ha quitado a las personas elementos para tomar mejores decisiones que los lleven a disfrutar más o cuidar mejor su bolsillo y, por qué no, su salud.

Por otro lado, la ley dispone la eliminación progresiva de los alimentos industriales con grasas trans. Más allá de que, en este punto, el Congreso sí está tratando a los adultos como niños al suplantar su decisión sobre qué comer, esto no brinda ninguna garantía de que mejorará la salud de las personas. Si una persona quiere comer algo sabroso y grasoso, lo hará de todas formas, pero esta vez recurrirá, en vez de al producto industrial, a la fritura casera, de restaurante o de carretilla que puede ser igual de dañina y que, incluso, podría tener estándares de salubridad menores que la comida industrializada y por lo tanto ser más dañina.

Adicionalmente, llama la atención la escala de prioridades que el Congreso demuestra atacando este problema. Según el Instituto Peruano de Economía, en el 2010, mientras que el 17,9% de niños menores de 5 años era desnutrido de manera crónica, solo el 3% de adolescentes de segundo a cuarto de secundaria de colegios estatales era considerado obeso. Y en algunos departamentos el problema de la desnutrición es tanto más dramático. En Huancavelica, por ejemplo, casi el 45% de los niños menores de 5 años es desnutrido crónico. ¿Por qué entonces priorizar el uso de recursos públicos en combatir el consumo de comida chatarra, cuando estarían mejor utilizados en resolver el problema de la desnutrición?

Ojalá el Ejecutivo observe esta norma. Y es que si hay algo poco saludable que ronda por ahí es ella misma.