En noviembre del 2010, Rafael Correa desautorizó a su vicecanciller Kintto Lucas, quien mencionó la posibilidad de proteger a Julian Assange de la persecución internacional otorgándole la residencia ecuatoriana. El mandatario manifestó que lo dicho por Lucas era “a título personal” y sin su consentimiento. Más aún, se preocupó por aclarar que el fundador de Wikileaks había “cometido un error al romper las leyes de Estados Unidos y filtrar […] información”. Asimismo, enfatizó: “jamás vamos a apoyar el rompimiento de la ley en un país, así este país haya actuado equivocadamente”. Hoy, sin embargo, bajo los convenientes efectos de un episodio de amnesia, el Gobierno de Ecuador ha dado asilo al señor Assange, quien es huésped de su embajada en Londres desde el 19 de junio.

La incoherencia que nos deja más perplejos, sin embargo, no es esta, sino el apasionamiento con el que el mandatario defiende al periodista australiano en el extranjero mientras ataca sistemáticamente a la prensa de su país. ¿Será que se tomó muy a pecho el refrán de que “nadie puede ser profeta en su propia tierra”?

El señor Rafael Correa se ha preocupado por construir un amplio currículum de atropellos a la libertad de expresión en Ecuador. Ya ha logrado cerrar unos 20 medios de comunicación opositores, ha creado un consejo censor para los contenidos de prensa e impide a los medios tener acceso a los funcionarios estatales. La razón detrás de esta política contra la prensa privada, en palabras del mismo secretario de Comunicación ecuatoriano Fernando Alvarado, es que “un jardinero debe podar todos los días la mala hierba”.

Quizá el caso más emblemático de violación de la libertad de expresión en el vecino país ha sido la condena al periodista Emilio Palacio y a tres directores del diario “El Universo” aduciendo que un artículo escrito por el primero injuriaba al presidente. La sentencia de 60 páginas condenó a los acusados al pago de US$40 millones y a tres años de cárcel y fue escrita por un diligente juez que, en dos días, leyó un expediente de 5.000 folios (aunque, según una jueza que estuvo temporalmente a cargo del caso, realmente la redactó el abogado de Rafael Correa). Es difícil conocer todos los detalles del proceso, pues los medios estuvieron prohibidos de ir al juicio, pero este concluyó cuando el magnánimo presidente perdonó el pago de la indemnización.

También es conocida la condena al pago de una indemnización de US$10 millones a los autores del libro “El Gran Hermano”, que hace un recuento de los increíblemente exitosos negocios del hermano mayor del señor Correa durante su período presidencial. No nos olvidemos tampoco de la confiscación, por segunda vez en 18 meses, de las computadoras de la revista “Vanguardia” –que ha sido bastante crítica de la administración del presidente– bajo el cargo de “violación de derechos laborales”. A esto se le suma la polémica “ley de comunicación”, aún no votada en asamblea, pero que reduciría el espacio del sector privado con una nueva repartición de las frecuencias de radio y televisión, y que no sería más que una “ley mordaza”. Y qué decir de la reforma que entró en vigencia en febrero pasado, cuyo texto señala que durante la campaña electoral “los medios de comunicación se abstendrán de hacer promoción directa o indirecta, ya sea a través de reportajes, especiales o cualquier otra forma de mensaje, que tienda a incidir a favor o en contra de determinado candidato, postulado, opciones, preferencias electorales o tesis política”. Para terminar con la lista, en fin, no alcanza este espacio.

Así las cosas, lo que está intentando hacer el presidente ecuatoriano al otorgar asilo a un símbolo (justificado o no, ya es otro tema) de alcance global de la libertad de expresión es usar la paja en el ojo ajeno para disimular la viga en el propio. Con sus antecedentes, el presidente de Ecuador no debería esperar un mayor reconocimiento que el cumplido que le regaló la propia madre de Assange por asilar a su hijo: “Usted es un muy buen dictador”.